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Parece que Paris Hilton ha heredado los genes expansionistas y colonizadores de su célebre abuelo hotelero. Ahora quiere recorrer el mundo, dar la vuelta al Globo y estar, en suma, como sus propios hoteles: un poquito en todas partes. Y sobre todo, allá donde se la necesite... O sea, igual que Angelina Jolie, ese satélite con tacones de aguja, esa meta volante de la solidaridad mediática, pero en versión oxigenada y petarda.

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Su primera escala ha sido Moscú, donde ha acudido al reclamo de la hija de un oligarca ruso, una chiquilla de catorce años que asegura (y allí todos la creen, por la cuenta que les trae) que es diseñadora. Paris, que tras haber probado el rancho carcelario ya es capaz de tragar con todo, quemó la noche en una de esas boîtes donde la tapa es una lata de beluga.

El siguiente objetivo era Ruanda. Sí, ¿por qué no? Del derroche a la miseria, sin la menor transición. Nada como una violenta ducha escocesa para estimular la conciencia. Paris pretendía visitar en ese país africano a unos niños descarriados, en plan: «Si hoy es martes, esto es Kigali... Y, por cierto caballero, ¿es usted el valeroso jefe de una tribu en vías de extinción o el exótico portero de una disco neoyorquina? Por suerte (para África, en general), alguien ha pospuesto esa visita.