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Milá

Aún sueño con ella. La otra noche apareció en pantalla, a la hora de Gran hermano, una mujer cuyos rasgos recordaban vagamente a los de su presentadora, Mercedes Milá, pero en una disposición nueva y con un atavío inesperado, todo morados y negros sobre una palidez macilenta, exudando una suerte de sexualidad mórbida, a mitad de camino entre la señora Monster y un anuncio de páginas necrófilas en Internet. ¿Pero qué miedo daba, oiga!

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No, hombre: era, en efecto, Mercedes Milá, que se había disfrazado de gótica por lo de Halloween. Ah, ¿sí? ¿De gótica? ¿Flamígera, acaso? Porque renacentista no parece. ¿Y Halloween dice usted, o sea jalogüín, como dicen por acá? ¿Y Mercedes Milá se ha disfrazado de eso por propia voluntad o la han obligado? Aquí se está poniendo de moda exhibir enormes tragaderas en nombre del buen rollito y la cordialidad a todo trance, pero, ¿qué quiere usted qué le diga?

Nunca se repetirá bastante que este jalogüín televisado a todos los rincones del globo (porque la flojera de remos identitarios no es cosa sólo española) desde algún lugar de jolivú no es más que una degeneración comercial y boba de una vieja fiesta pagana completamente desvirtuada, y viene a suplantar a otra fiesta cristiana deliberadamente olvidada. Tanto el viejo samain céltico como el no tan viejo día cristiano de difuntos coinciden en festejar la hermandad de muertos y vivos: todos formamos parte de la misma comunidad. Por el contrario, jalogüín es una mascarada fúnebre que consiste en cubrir el miedo a la muerte y la repulsión a los muertos con la puerilidad de un disfraz horrible.

Habrá quien piense que todo esto no tiene tanta importancia; bueno: que me lo cuente cuando esté criando malvas y nadie le recuerde como a un hermano que se fue, sino como a un repulsivo zombi con cara de calabaza. ¿No dicen que la cultura se construye sobre el culto a los muertos? Pues bien: jalogüín es un perfecto ejemplo de cómo la televisión contribuye a destruir una cultura desde sus propios cimientos.