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El mito de Frida
Todo lo relativo a ella es motivo de veneración por sus incondicionales, que la idolatran. Un recorrido por la exposición que le dedica el Museo de Bellas Artes de México es un buen ejemplo
Actualizado: GuardarVisité la colección de Frida Kahlo en el Museo de Bellas Artes en D.F., ocho salas cada una dedicada a un aspecto de la vida de Frida, como quien acude a un mausoleo. En el más grande ensayo que se haya hecho nunca acerca de un autor, Josyane Savigneau dice de Maguerite Yourcenar que una intuición especial le dio a conocer de antemano que su obra trascendería su propia existencia, y que esa suele ser una cualidad de todos los genios. De ahí que el diario de la autora de Memorias de Adriano fuese un exhaustivo relato en el que se contempla no sólo lo que hizo sino también su alma atormentada y lo que amó. En el caso de la exposición antológica de la obra de Frida, aparte la discusión siempre candente en torno a la calidad de su obra, es su vida a través de su obra el principal valor para los que la siguen. En la retrospectiva vital: El accidente de 1926, inspirado en el suceso que destrozó su columna vertebral y marcó su vida personal y artística; El aborto, expresión en 1930 de su primer embarazo fallido («No podíamos tener hijos», recordaba, «y lloraba inconsolablemente, pero me distraía con la cocina, limpiando la casa, a veces pintando, y todos los días acompañaba a Diego (Rivera) en el andamio»).
Frida es una mujer adorada. Los mitómanos coleccionamos pañuelos, rizos, y hasta pelos de su fantástico bigote. Hacemos la disección de su dolor para concluir en nuestro diagnóstico que mereció algo más y que Diego de Rivera fue un hijo de puta, del que estuvo enamorada toda su vida y que le hizo sufrir más que la viga que, siendo muy joven, le atravesó el pecho de parte a parte. Sin embargo, la historiadora Guadalupe Rivera, hija del muralista mexicano, ha dicho recientemente que Frida Kahlo fue en realidad una «pobre pintora a la que sólo le gustaba pasarlo bien». «En lo artístico no hay comparación posible. A mi juicio, Frida no fue ni siquiera artista», puso de relieve en una entrevista telefónica que concedió al diario La Tercera, la hija de la segunda mujer del extraordinario muralista, directora en la actualidad de la Fundación Diego de Rivera. La historiadora, de 83 años, recordó que vivió con ellos un año «y vi cómo mi padre le terminaba los cuadros a Frida». Manifestó que Kahlo no quería pintar, pero que su padre siempre le decía: «Friduchen, ponte a pintar, pinta». «El arte fue un accidente en su vida». «La gente siente una lástima tremenda por Frida porque mi padre fue un monstruo con ella. Eso es falso. Mi padre fue un monstruo con ella tanto como ella lo fue para él».
Ana de Begoña, autora del prólogo del monográfico sobre Frida publicado por la revista Texturas dice que lo de menos es que Frida pinte: «Lo de más es que Kahlo conquiste. Armada con su temprana poliomielitis, revestida con la armadura gris de su médula, enarbola su columna vertebral partida y se instala sin rival posible en un personaje de sobra justificado por la enfermedad. Kahlo, de lo malo extrajo lo bueno. Rebasó los límites de la tragedia una vez muerta y se reconstruyó en esfinge. A estas alturas, hablar de Frida Kahlo, al menos en lo que a mí respecta, es acercarme peligrosamente a las amables orillas de un estanque turbulento».
Sin embargo, los mitómanos buscamos su señal en cualquier parte y de cualquier cosa. Hablamos entre nosotros de nuestra musa, visitamos los museos que cuelgan sus cuadros como si fuesen exvotos con capacidad de hacer milagros, en peregrinación con los mexicanos pobres y gentes de la izquierda. «Frida hubiese votado a López Obrador», me comenta un hombre mayor que lleva calado un sombrero negro de fieltro y guarda fila para entrar.
Apenas vemos su pintura sino a la mujer que hay detrás, militante del movimiento comunista, amante de Trostky, amiga de los grandes fotógrafos de su tiempo, que la inmortalizaron hasta en su lecho de muerte por propia voluntad de la artista. Posesiva y tenebrosa. Adelantada a su tiempo en el embeleso con lo prohibido que hoy sería extremadamente vulnerable para los tiempos que corren.
Los mitómanos de Frida hemos acudido a su exposición con la esperanza de ganar el jubileo. Lo que yo vi en las terribles filas que daban vuelta al museo en una mañana agosteña, con 45 grados a la sombra, fue esencialmente a gente joven y a gente del pueblo. Ni uno ni otro conocían la obra de Frida y ambos adoraban a la mujer. Reconocían haberse rendido a su colonización mediática después de muerta. Gentes del México profundo, taladradas por un sol de perdón, esperaron horas para verla omnipresente en la galería, siempre desangrándose, enganchada a mil artilugios del diablo para salvar una vida que sólo tuvo importancia después de su muerte.
Belleza y dolor
Hay un efecto hipnótico y otro mimético en el fenómeno Frida. Gracias al primero uno intenta descubrir en su belleza gallarda de granadero, sus tendencias homosexuales. «En otra época me vestí como muchacho, con cabello corto, pantalones. Botas y chaqueta de cuero... Pero cuando fui a ver a Diego me puse el vestido de tehuana», de mujer única esculpida en un gesto imperturbable de piedra con una mirada oscura bajo unas cejas negras y pobladas, después de imaginarla yaciendo con aquel oso gigante y tosco de manos de niño, bajo aquella fuerza de la naturaleza que llamaba el «hijo grande» o «mi pequeño bebé» y que amaba a todas las mujeres. Ambos, testimonios vivos de una historia de cafetín, con la trastienda de un arte incomparable.
Aquel gigante tenía que ser necesariamente un rudo muralista de alma social y esponjosa. La delicatessen se hubiera perdido entre los pliegues de su inmensa corpulencia, a no ser por sus sentimientos de humanidad hacia los desheredados, tan enormes como él. Es la simbiosis de la pareja inadecuada: su grito por la justicia. Algunos críticos ven en su ideología el único amor posible de una pareja tan heterogénea, de una fidelidad tan elástica. Los dos murieron de amor a los peladitos con paradas de postas de amantes casi universales en sus respectivos lechos.
El efecto mimético en Frida lo produce su dolor, la agonía que abarcó toda su vida y la mantuvo más tiempo acostada que de pie. Pinta inmovilizada por un corsé de yeso. «Nunca pensé en la pintura hasta 1926», escribe a Julien Levy, «cuando tuve que guardar cama a causa de un accidente automovilístico». Una barra de hierro del camión se partió y atravesó el pecho de Frida de lado a lado. «Me aburría muchísimo ahí en la cama con un corsé de yeso (me había fracturado la columna vertebral, así como otros huesos), y por eso decidí hacer algo». Roba unas pinturas de su padre, y su madre encarga un caballete especial, puesto que no se podía sentar. «Así empecé a pintar». Es la mujer del 'Retrato de terciopelo', una adolescente de porte zarista y cuello de cisne.
Sin embargo, a pesar de ser una niña poliomielítica y una mujer acabada, su vida cubre la enorme galería. Voy en la fila, de a tres, detrás del pueblo. Secuencia a secuencia, fotograma a fotograma, uno va descubriendo la otra pasión secreta en Frida: el exhibicionismo de su alma atormentada. De ahí que expresase su voluntad patológica de verse muerta después de muerta. Posiblemente apelando a la única inmortalidad en la que creyó, por la que luchó desde su lecho de inválida: la pintura y la fotografía, esta última, herencia de su padre.
Es el compromiso social el que le lleva a afincar los amores y a la pintura. En el fondo, su relación con Trostky es el deseo de acostarse con su dios, mientras, en los cafetines se incuba el huevo del impresionismo y el cubismo. Es una mujer impenetrable que enseña la tristeza. Me impresiona la fotografía que la muestra acicalada y muerta.
Deseo íntimo
Su naturaleza de diosa sólo se corrompe cuando se hace humana: «Por favor, no te vayas a enojar conmigo por lo que te voy a decir; hoy en la mañana, cuando me invitaste al concierto, estaba decidida a ir por darte gusto y por verte, pero cuando supe que Diego convidó a su palco a la amigas de la Marin, que me caen como punta en el ombligo, se me quitaron las ganas de ir». «Tenía yo tanta ilusión de tener a mi Dieguito chiquito que lloré mucho, pero ya pasó, no hay más remedio que aguantarse».
La vida de Frida es una sucesión de autorretratos, ella junto a ella en Las dos Fridas que abre la colección. Lo que quiso y la que fue. Su amigos eran sus admiradores. El doctor Leo Eloesser se convirtió en su confidente y hasta se dice que su relación con el galeno fue mucho más allá. Ella le apodaba el doctorcito. «Te beso las manos, chula, y la pata trunca, no sabes cuánto te echo de menos con tus enaguas tepehuanas y tus labios de carne viva», le dice Eloesser en una de las misivas.
Frida puede ser como el tequila reposada o mostrarse iracunda. Mantiene, de hecho, una relación de amor-odio con Estados Unidos donde, como Diego, vende sus cuadros, y se exhibe. Y Edward G. Robinson fue el primer comprador de sus obras en aquel país del que siempre opinó que los negocios eran más honorables que en México, pero sus gentes otra cosa. «Queridísimo doctorcito: Tienes razón en pensar que soy una mula porque ni siquiera te escribí cuando llegamos a Mexicalpán de las Tunas, pero debes imaginarte que no ha sido pura flojera de mi parte sino que cuando llegué tuve una bola de cosas que arreglar en la casa de Diego que estaba puerquísima y desordenada. (...) Los gringos me caen muy gordos con todas sus cualidades y sus defectos que también se los cargan grandes, me caen bastante gacho sus maneras de ser, su hipocresía y su puritanismo asqueroso, sus sermones protestantes, su pretensión sin límites, eso de que para todo tiene uno que ser very decent y very proper...»
Sus contumaces cuernos, sus abortos, las tiernas relaciones con su madre... La Frida humana sólo ha hecho reforzar el mito. A veces pienso que la suya es una plasmación torera de la vida, una cornada permanente y una implosión de sangre, que empezó a derrocharse en el accidente de autobús. El arte de Cúchares tampoco podría tener una expresión fuera del color rojo.
La fila de visitantes se detiene especialmente ante el dolor extremo o la placidez de su infancia. El hilo sutil que conduce desde el principio de la vida a la muerte. La exposición termina con Frida en su lecho, vestida con el elaborado traje típico tehuano de las indias doncellas, acabado el dolor y con sus ojos cerrados para siempre.