Sociedad

Bromas de mala muerte

Hubo un rey que murió tras una cena excesiva, un batería de rock por una ridícula apuesta, y un escritor que sufrió el impacto de una tortuga: los grandes personajes no siempre tienen un fin a la altura de su legado

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Hay maneras de morir que bien valen una vida», dejó escrito lord Byron, tan enajenado por el ideal romántico que acabó sus días con sólo 36 años, comido por la fiebre y la malaria, mientras luchaba por la independencia de un país que no era el suyo. Charles Chaplin, en cambio, largamente vapuleado por las artimañas del destino, consideró que el tiempo es siempre «el mejor autor posible, porque inventa unos finales asombrosos, con los que el protagonista no tiene por qué estar de acuerdo».

Los grandes prohombres de la historia, aquéllos que gozaron de vidas plenas y rubricaron hazañas memorables, exploradores intrépidos, generales temerarios, científicos iluminados, artistas geniales y empresarios de postín, soñaron, sin duda, con un final espléndido, digno de sus logros, a la altura magnífica de su legado. Optaban, por así decirlo, al modelo Byron. Sin embargo, porque el azar es un bromista macabro y veleidoso, muchos se toparon con una muerte ridícula, absurda, grotesca o estrafalaria, más cercana a las negras predicciones de Chaplin que a las grandilocuencias del lord; un remate trágicamente irrisorio que deslució su marcha definitiva de este mundo, aunque les pese -y tanto- a sus biógrafos.

Murió de un tortugazo

Esquilo, por ejemplo. Era un autor serio y formal, que andaba muy recto por la Atenas del 450 a. C. Escribió La orestiada, Los persas y Las suplicantes, obras de una importancia capital. En los días previos al funesto incidente que le costó la vida, el oráculo de la ciudad le vaticinó que pronto moriría aplastado por una casa. Así que el dramaturgo decidió huir al campo, lejos de cualquier edificación susceptible de desplomarse sobre su preciado pellejo. Una semana después, mientras impartía clases de estilo a sus jóvenes alumnos, un enorme galápago caído del cielo le aplastó el cráneo. El tortugazo no fue uno de esos míticos castigos divinos que recogen los anales helénicos, sino la consecuencia fatal de una casualidad remota, aunque probable: un águila arrojó el animal desde las alturas para romper el caparazón y acceder a la carne.

Las obsesiones profesionales pueden conducir, también, al disparate. Francois Vatel, chef de Luis XIV, famoso por introducir el chocolate en la alta repostería, se suicidó en 1671. Su orden de mariscos había llegado demasiado tarde a la cocina y no pudo soportar la vergüenza de atrasarse con la cena. El cadáver de Vatel fue descubierto entre fogones por uno de sus fieles ayudantes, junto con una nota en la que pedía perdón a sus clientes.

David Livingstone, el idolatrado explorador escocés, desapareció durante tres años en la África Central de finales del XIX: combatió tribus belicosas de la antigua Uganda, superó el cólera, el tifus, la fiebre amarilla y la mortal picadura de una tarántula. Sus contemporáneos llegaron a conocerlo como David El inmortal, por su manía de reaparecer justo cuando los periódicos lo daban definitivamente por muerto. Sin embargo, la causa última de su fallecimiento no pudo ser más frívola. Uno de los porteadores que lo acompañaban habitualmente lo encontró de rodillas, junto a la cama, con los pantalones a medio muslo: sus hemorroides se habían complicado, y a orillas del Victoria no había penicilina para tratarlas.

El Rey Adolfo Federico de Suecia, gran estadista y reconocido legislador, amante de la paz y ferviente defensor de los más débiles, falleció en 1771 a los 61 años, después de una cena ligera que consistió en 38 chuletas, caviar, sopa de ostras, un pez espada, nueve botellas de champán y 14 raciones de su postre favorito: mazapán de leche.

Otra clase de voracidad bien diferente era la del batería John Bonham, de Led Zeppelin, cuya muerte en 1969 nunca fue resuelta, aunque sus íntimos dieron, de entrada, una explicación a la prensa que no gustó en absoluto a sus familiares: Bonham retó a un amigo a beberse 50 vasos altos de vodka en tres horas. Entró en coma cuando empezaba el 43.

Allan Pinkerton, el primer detective privado de la historia, murió en 1884, de gangrena. Hasta ahí, todo normal. Lo extraño es que aquel tipo duro, que alcanzó una notable popularidad tras detener a varios mafiosos de New York y eludir peligrosos atentados de policías corruptos, falleció a causa de una infección en la lengua. Se la mordió al caerse por las escaleras de su casa.

Jack Daniel, el fundador de la prestigiosa destilería de whisky de Tennessee, murió en 1911 a causa de una extraña infección por bacterias en la sangre. Seis años antes, cuando se disponía a cerrar un negocio multimillonario con un conocido constructor, corrió hasta su casa en busca de efectivo, pero no recordaba la combinación de la caja fuerte. Se enfadó tanto que propinó una brutal patada al inocente objeto de su ira. La herida se cerró algunos meses más tarde, pero los restos de estaño contaminado ya nadaban en su flujo sanguíneo.

Isadora Duncan, considerada la pionera de la danza contemporánea, resultó decapitada en 1927 cuando su largo foulard se enredó en la rueda del descapotable que conducía su marido.

En 1941, el escritor norteamericano Sherwood Anderson, célebre por el humor negro de sus novelas, se tragó un escarbadientes en una fiesta y murió de peritonitis. A Christian Dior le ocurrió lo mismo, pero con una espina de pescado.

Otro autor de enorme prestigio, Tenesse Williams, superó varias crisis cirróticas y dos ataques al corazón, pero falleció de un fuerte golpe en la cabeza, en la habitación sucia un motel de tercera. El motivo: resbaló con una botella de vodka vacía. Sin salirnos del ámbito literario, aunque cambiando de época y de continente, podemos afirmar que la muerte de la poetisa china Li Po (741-706 a. C) es la más lírica e inspirada de cuantas recogen los investigadores. Una noche de invierno salió a pasear en barca por un lago cercano, y de improviso se lanzó al agua para «beberse el reflejo de la luna». Sus damas de compañía nada pudieron hacer para rescatarla.

Christine Chubbuck, una periodista estadounidense de gran popularidad, pasó a la historia porque fue la primera persona que se suicidó en directo. Ocurrió durante una transmisión en vivo el 15 de julio de 1974. Ocho minutos después de que comenzara el programa, uno de los más seguidos de EE UU, sacó un revólver y se disparó en la cabeza. Sus compañeros y familiares afirmaron, simplemente, que sufría mucho estrés.

Por último, el más reciente. En 2006, el conocido cazador de cocodrilos Steve Irwin, murió al sufrir la picadura de una raya en el corazón, mientras aparecía en directo en su programa de televisión ante millones de espectadores.

Sin embargo, la muerte televisiva más recordada por los americanos es la de Jerome Irving Rodale, fundador de Rodale Press. En 1971 participaba en una tertulia en directo para la NBC, cuando Dick Cavett, el moderador, le preguntó: «¿Se está usted aburriendo, señor Rodale? Hace tiempo que no habla». El periodista, que había sufrido un bloqueo neuronal, cayó entonces de bruces sobre la mesa.