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El triunfo del sentido común

La lectura del extracto de la sentencia del 11-M por el juez Gómez Bermúdez fue martilleando ayer como una sucesión de mazazos sobre las sucesivas fabulaciones que se han hecho desde la política y desde determinados medios con respecto a la autoría del más grave atentado terrorista que ha padecido jamás Europa y que se saldó con 191 muertos, más el agente que perdió la vida en el suicidio colectivo de islamistas de la casa de Leganés. La sorpresa, en forma de absolución de El Egipcio, inspirador de la masacre según el fiscal, y de otros encausados secundarios, no influye en absoluto en esta apreciación sino que contribuye a eliminar cualquier rastro de subjetividad de la sentencia: se disipan supuestas autorías intelectuales, que pasan a coincidir con las autorías materiales, bien determinadas.

ANTONIO PAPELL
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Efectivamente, el duro y solvente magistrado que ha presidido el Tribunal ha descartado las teorías conspirativas que se han urdido para tratar de diluir la paternidad islamista de los atentados y, de paso, otorgar un soporte de confusión a quienes, ya desde el Gobierno anterior, se empeñaron en confundir a la opinión pública con la hipótesis etarra. Una hipótesis falsa de toda falsedad que nunca llegó a adquirir entidad policial y cuya procaz exhibición costó al Partido Popular la merma de apoyos que lo llevó a la oposición el 14-N del 2004, en aquellas dramáticas elecciones celebradas 72 horas después de la masacre.

Hoy, ya conocida la sentencia que no deja ni un solo asidero a las perturbadoras dudas que se han intentado sembrar durante casi cuatro largos años --«ninguna prueba apunta a ETA», se dice de manera textual-, es completamente manifiesto que el PP se ha equivocado al alentar, a veces por acción y a veces por omisión, una «teoría de la conspiración» que un día u otro tenía que estallarle entre las manos.

El descalabro sucedió formalmente ayer, entre los sentimientos agridulces de las víctimas, que no han acabado de verse resarcidas, y ante una expresiva indiferencia general, que indica que la opinión pública ya sabía en su fuero interno cuál sería el sentido de la decisión de los tribunales.

La gravedad del caso y la cercanía de las elecciones han hecho que la sentencia, ya presagiada desde hace tiempo -desde que el tribunal no puso en libertad a los procesados encarcelados cuando las deliberaciones del tribunal llegaban a su desenlace-, haya tenido una gran repercusión política. Y el PP se ha equivocado una vez más al manifestarse con cierta ambigüedad, como si la absolución de El Egipcio pudiera mitigar la contundencia de las conclusiones. Con independencia de que lo ocurrido sume en la indigencia política y moral a los principales defensores de la conspiración, promotores de centenares de iniciativas parlamentarias en este sentido falsario, es claro que Rajoy hubiera debido aceptar la mano tendida del Gobierno -la de la unidad frente al terrorismo- y poner fin al burdo intento de pretender que los ciudadanos comulguemos con ruedas de molino. Engañar está mal pero es aún más destructivo unir al engaño la secreta intención de manipular al engañado para que no perciba el fraude.

La sentencia es de cualquier modo compleja y su emisión tiene diversos matices. La consumación de este proceso es un triunfo de Estado de Derecho que prestigia la democracia española. La constatación de la paternidad islamista recrece la inquietud que provoca la amenaza, que no ha cesado ni mucho menos.