Sin tosantos y sin mercadillo
Actualizado:Al mercado de abastos, el mercado central, el de la libertad y el olor a churros de La Guapa, le están metiendo entre pecho y espalda la desamortización de Mendizábal. Bajo sus aparentemente eternas carpas, la plaza –que es como la gaditanía vieja le llama–, parece una enferma llena de funcionales tiritas.
Y, cuando habría que mimar más que nunca a nuestro añejo vientre de Cádiz, vamos y le quitamos el concurso de Tosantos, como si no tuviera cuerpo para festejar los difuntos, para convertir a los cochinillos en cowboys y a las gallinas en bailarinas de cancán.
El tradicional certamen que premia los exornos del mercado es una de las escasas muestras de identidad propia que nos sigue alejando del maldito Jalogüin, ese carnaval fuera de fecha que los niños yanquis celebran bajo la dicotomía de «truco o trato» y que se nos ha contagiado por la vía letal de las series televisivas o cinematográficas: si no tenías bastante con la base de Rota y con Papá Noel, toma tres tazas.
Desde luego que es verdad que somos más pobristas que racistas y que no somos xenófobos: no nos importa adoptar costumbres extranjeras ni integrarnos en el estado de Wisconsin, siempre que sea para imitar al imperio.
Ahí si que nadie parece alertar con el que viene el lobo de que nuestra cultura esté en peligro, tal y como ocurre cada vez que se medio monta una mezquita en un garaje.
Pero a lo que vamos: que este año no habrá concurso de adornos de todos los santos bajo la piedra pintada y desconchada, o entre las mamparas verdes del viejo mercado. Que lo exilian al Virgen del Rosario o al Palillero, y nos dejan a los puestos de siempre tristes, solitarios y finales, como un cuartel robado, como si las obras de restauración significasen que no está para bromos.
Para colmo, el mercadillo de los domingos que quedaba a su sombra y en donde, durante las brumas y estrecheces de la primera juventud, vendí mi colección de Dan Defensor y Spiderman, también está en peligro de extinción porque la autoridad competente –la municipal—pretende regularizar los puestos, a base de exigirles la correspondiente licencia a cada quisque.
Como si los que venden cacharros inservibles, cassettes de Manolo Escobar, deuvedés del Oeste y libros antiguos del Círculo de Lectores, tuvieran la solvencia suficiente como para emular a ese hipermercado de ocasión que es el rastro madrileño o a Tere la de la Tartana, que vende bocadillos como le da la gana.
Antiguamente y supongo que hasta hoy, bastaba con pagar un razonable canon diario por los metros que cada puesto ocupaba. Ahora, desde el consistorio, se les ha llegado a decir que tienen que darse de alta como autónomos y afrontar el pago de 200 euros mensuales por cabeza. O por cabezonería.
El teniente de alcalde José Blas Fernández les ha dado otra explicación: que no pueden colocar allí sus tenderetes porque el mercado corre riesgo de derribo, aunque quienes estaban al corriente de cuotas legales se jugaron la vida a su sombra el pasado domingo.
Lo que corre riesgo de derribo es ese trozo entrañable del paisaje gaditano que afortunadamente no compite aún con el desastre de las obras del AVE a Barcelona, pero que nos está dejando el regusto amargo de lo que creíamos ligado para siempre a la memoria puede desaparecer de un plumazo por una simple ordenanza municipal.