VUELTA DE HOJA

Las horas oscuras

A San Juan de la Cruz, que era un ángel traspapelado, le anochecía por dentro, pero ahora nos anochece antes por decreto. Lo suyo era una noche oscura del alma, pero él tenía una luz que le guiaba y nosotros sólo tenemos la linterna de los acomodadores gubernamentales, que dicho sea de paso tienen muy pocas luces. Ahora, una vez hechas las cuentas, nos explican que el cambio horario viene a ser una pamplina, ya que determina, después de desconcertar a los relojes, un ahorro cero. ¿Por qué a partir de las seis y pico de la tarde lo veo todo negro? ¿A quién se le ha vuelto a ocurrir esto? Hasta ahora, me asomaba al mar en su hora más contrita, un poco antes de que se expandiera «la vehemencia naranja del poniente», en el repetido y exacto momento en el que los océanos, que son siempre el mismo, se arrepienten de sus ahogados. Ahora no se ve ni torta. Lo único que hemos conseguido con eso de la modificación horaria oficial en primavera y en otoño es reducir la factura de la luz en un 0,5, o sea, seis euros al año por cada hogar español, incluidos los que están a dos velas. Un objetivo mucho mayor se habría obtenido en otros países donde subsiste la pena de muerte si se hubiera descartado la silla eléctrica como sistema de ejecución.

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Al parecer, según los que llevan las cuentas, lo que se ahorra por la mañana se gasta por la tarde, pero el caso es que yo, que nunca he sido dado al ahorro, lo veo todo negro desde mi terraza a media tarde y eso me hace reflexionar, en la medida de mis modestas posibilidades, sobre la felicidad posible. Cuando hay poca luz me siento más desdichado. Al fin y al cabo soy un meridional y los días luminosos me resarcen de inevitables tinieblas interiores. Juan Wolfgang Goethe se murió reclamando «luz, más luz». Yo, que no soy Goethe, ni criatura parecida, me conformo con la de antes del cambio horario.