A vueltas con la memoria
Lo dije no hace mucho: Contemplo con preocupación iniciativas que, con la excusa de dar voz a los que fueron silenciados y bajo el lema de «memoria histórica», sólo van a conseguir avivar rescoldos. Porque se cae en el mismo error que se denuncia, y sólo se habla desde una voz, desde una óptica. Y se desentierran cadáveres con propósitos absurdos, y se santifican méritos oscuros y se silencian glorias evidentes, y se elogian unas trincheras y se denigran otras, y se ensalza a unos mártires y se desprecia a otros, y se vuelve a hablar de rojos y azules, y se vuelve a dejar en carne viva heridas que entre todos cicatrizamos en el quirófano de la transición.
Actualizado: GuardarTransición durante la cual se dictaron multitud de normas (por ejemplo, el Decreto 670/1976, de 5 de marzo, de reconocimiento de pensiones; la Ley de Amnistía de 1977; la Ley de 1984 de reconocimiento de derechos a los combatientes de la República; la Ley 4/1990, sobre indemnizaciones a presos políticos, y un largo etcétera) tendentes a reparar injusticias de antaño. Con lo cual la necesidad de la dichosa Ley a que esta gacetilla se refiere queda absolutamente en entredicho.
La parafernalia, empero, continúa, impertérritos los zascandiles de turno ante el evidente desprecio, cuando no palpable rechazo, con que la mayor parte de la sociedad observa sus baladronadas. Y como no pudieron desenterrar -todavía- el venerable cadáver de Lorca ni lograrán que la historia se reescriba, pretenden ahora acabar con lo que ellos denominan «símbolos fascistas», comenzando su cruzada por el cambio de la nomenclatura de aquellas calles y sitios dedicados a quienes ellos consideran relacionados con la dictadura. Prisma desde el cual a nadie debe extrañar el que tamaños pisaverdes nos salgan mañana con pamplinas como las referidas a Don Álvaro Domecq -olvidando sus logros, que fue hombre de bien, Cruz de Beneficencia y Medalla de Oro de las Bellas Artes- y que, por ejemplo, propugnen que se eliminen los nombres de calles como la Avenida León de Carranza, insigne militar de la primera mitad del siglo pasado, o como la Avenida Tomás García Figueras, Alcalde durante la dictadura, o de Don Germán Alvarez-Beigbeder, nombrado Hijo Predilecto de la Ciudad en tiempos de la «oprobiosa». O, ya rizando el rizo -que de todo son capaces estos tipos-, que les dé por eliminar de la entrañable Barriada de La Constancia los nombres de aquellos toreros -y fueron más de dos y de tres- que brindaron un toro al dictador. Y que nos las cambien por la Avenida del Ché, la Plaza de Rigoberta Menchú o la Rotonda de Hugo Chávez. Verbigracia.
Lo digo una vez y otra y no me canso: que el problema no es de derechos ni de olvidos ni de silencios, sino de incultura. El problema es que quienes hoy tienen la voz en esta sociedad nuestra son unos indocumentados que no tienen ni pajolera idea de, por ejemplo, quién fue el Obispo Osio -nada que ver con Franco, por Dios- o Marco Perpenna. Y que, pese a su redomada ignorancia, se atreven a pontificar desde los atriles públicos consiguiendo tan sólo poner al descubierto sus carencias. Y que son incapaces de mirar atrás sin rencor y que carecen de la tranquilidad de espíritu suficiente para leer e interpretar la Historia con objetividad. España está, hoy, en manos de ramplones e iletrados.
Es bueno recordar el pasado, porque de los errores pretéritos se aprende para el futuro. Pero lo que no se puede pretender es cambiarlo a fuerza de Real Decreto, eliminar lo que no nos place a fuerza de leyes, modificar la Historia por el capricho de unos pocos. Nos gustará más o menos, nos agradará mucho o poco nuestro pasado reciente, pero es el nuestro y hay que asumirlo. Porque si no asumimos nuestro pasado nunca seremos legítimos propietarios de nuestro futuro.