Veinticinco años después
Parece que fue ayer cuando, exhausta la UCD que condujo la Transición, llegaba el Partido Socialista, ilusionado e ilusionante, al poder por voluntad masiva de los españoles, que quebraban así el último de los tabúes del franquismo: la izquierda maldita, denostada, demonizada, conseguía la confianza de los ciudadanos. Y hoy, efectivamente, cuando «de casi todo hace veinticinco años» como ha dicho Felipe González, se cumple exactamente el cuarto de siglo de aquella victoria apoteósica del PSOE en las urnas, el gran alarde emancipador de la sociedad civil de este país que rompía así definitivamente con el pasado y ponía de paso fin a las zozobras del cambio, que, con aquella gran mudanza de rostros y de gestos, podía darse por concluido en lo esencial.
Actualizado: GuardarEl camino no fue fácil, y no hubiera podido recorrerse sin los arduos prolegómenos que precedieron a la victoria del PSOE y que están en la mente de todos. En cualquier caso, el Partido Socialista, dirigido con mano diestra por Felipe González, bien asistido por su lugarteniente Alfonso Guerra, se había preparado intensamente para la aventura de gobernar. Tras la cruenta renovación del Congreso de Suresnes en 1974, que dio el poder a la joven generación socialista del interior ya encabezada por González, aquella histórica formación política experimentó una profunda renovación interna que pasó por el abandono del marxismo, por la adopción de una estructura federal y por la aceptación del método reformista de construcción democrática auspiciado por el Rey y por Suárez, que tuvo su eje en el proceso constituyente de 1978, en el que el PSOE desempeñó un papel esencial.
Aquella victoria espectacular de los «jóvenes nacionalistas» del PSOE tuvo lugar año y medio después del 23-F, la cuartelada que desacreditó a la cúpula franquista de Ejército y vacunó definitivamente al país contra el golpismo, y también año y medio después de que el socialista Mitterrand ganara las presidenciales en Francia con un programa común con los comunistas que era un puro desafuero y que causó también aquí la natural alarma.
El resto de la historia es conocido: la agresión exorbitante de ETA se alió con la falta de escrúpulos de algunos y dio lugar a la guerra sucia, entreverada con ciertos episodios lamentables de corrupción que agravaron la decadencia de una etapa de poder demasiado larga y que se prolongó agónicamente hasta 1996 por la incapacidad de los adversarios que debían tomar el testigo. Pero el legado de los socialistas de aquella primera etapa fue un país estabilizado y moderno, ya colocado en una más que aceptable velocidad de crucero, capaz de afrontar todas las alternancias sin temor a las fracturas. Menos mal, porque las generaciones que tomaron el testigo, tanto en el centro-derecha como en el centro-izquierda, no han estado por ahora a la altura de las anteriores. El pensamiento débil se ha aliado desde 1996 con una frivolidad patente a la hora de defender los fundamentos del gran pacto constitucional, cuyo inmenso valor no es globalmente aprehendido por sus principales herederos.