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JUAN DEL RÍO MARTÍN. OBISPO DE LA DIÓCESIS DE ASIDONIA-JEREZ

martirio y reconciliación

Desde los orígenes del cristianismo tenemos el constante reconocimiento público de la santidad de los mártires o de quienes han practicado las virtudes de manera heroica y gozan de esa fama entre los fieles. Fiel a esta tradición la Iglesia glorifica a Dios y hace justicia a sus hijos con la beatificación de 498 hermanos nuestros en la fe, de los muchos miles que dieron su vida por amor a Jesucristo en España durante la persecución religiosa de 1931 al 1939. En palabras de Andrea Riccardi: «ha sido, el pasado, el siglo de las destrucciones, de los asesinatos en masa, de la industria de la muerte, del terror». Esta violencia inaudita fue la consecuencia de las «ideologías totalitarias» que pretendían hacer realidad por la fuerza las utopías terrenas.

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Son un ramillete de verdaderos mártires que, llegada la hora de la tribulación confesaron ante los hombres a Jesucristo, el cual ha prometido que confesará ante el Padre a quienes lo confiesen ante los hombres (Cf. Mt 10,32). Movido por esta clara promesa de Jesús y comprobada la realidad histórica y teológica del martirio, la Iglesia se dispone a honrarlos con el título de beatos o bienaventurados para indicar que están ya en la eterna bienaventuranza del cielo.

El mártir de la fe católica es muy distinto al del Islam y al del Judaísmo; no es el amante del dolor, ni de la muerte, ni desdeña la existencia, que por otra parte ama apasionadamente. No es, en definitiva, un suicida. La razón por la que la Iglesia lo considera santo no está en su sufrimiento, sino en la causa y el motivo que le hizo enfrentarse con las circunstancias de su martirio.

Los mártires de la persecución religiosa en España son hombres y mujeres que fueron asesinados por el hecho de ser católicos, murieron «in odium fidei», es decir por odio a la fe que profesaban. Detrás de estos mártires cristianos no hay banderas políticas ni ideológicas: sólo hay fe en Dios y amor al prójimo. Ellos no hicieron guerras ni las fomentaron, ni entraron en luchas partidistas, ni tuvieron nada que ver con el régimen político que se instauro en España después de esas fechas. Ellos no son una contra «memoria histórica», sino que fueron portadores de un mensaje eterno de paz, perdón y reconciliación para toda la sociedad española. Por eso, estas beatificaciones no van contra nadie, ni suponen un apoyo a un determinado sector político. En el reconocimiento de su valioso testimonio todos ganamos, porque ellos nos sitúan en lo más genuino del cristianismo que es el perdón y el amor a los enemigos.

El martirio de estos hermanos es un aliento evangélico y esperanzador para la Iglesia en España y para la misma sociedad, ya que es una reafirmación del amor sobre el odio y el rencor; de la belleza y el gozo de la vida donada que supera a toda existencia egocéntrica que olvida a los demás; de la supremacía de la felicidad en Dios frente a los ídolos que esclavizan a los hombres. La recuperación de estos valores aleja la crispación social.

Roma, ciudad de mártires, acogerá el 28 de octubre a miles de peregrinos llegados de toda la geografía española. Junto a ellos, no faltarán sus obispos, sacerdotes y religiosos como signo claro y patente de unidad y comunión eclesial. No podía tener un marco mejor esta magna beatificación que la colina vaticana donde murieron tantos cristianos primitivos, donde se halla el sepulcro de San Pedro y donde no muy lejos esta la tumba de San Pablo. Y todos bajo la sombra del Papa Benedicto XVI que preside la Iglesia en la Caridad.