POR DERECHO

Omisión del deber de socorro

A poco que hayan visto la televisión esta semana, habrán podido contemplar las desagradables imágenes grabadas por la cámara de seguridad de un tren metropolitano de Barcelona, en que se ve como un mal nacido la emprende a golpes (propinándole incluso una patada a la altura del cuello) a una inmigrante ecuatoriana, menor de edad, que había cometido la fatalidad de levantar la mirada del suelo. Personalmente me resulta más esperpéntica y dolorosa la humillación que recibe la joven que la propia agresión en sí, que por cierto incluía un tocamiento en el pecho de la menor, que podría ser considerado como abuso sexual.

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Pero no me voy a entretener en analizar la deplorable actitud del sádico verdugo, pues jurídicamente no entraña más complejidad que la de imponer la pena que corresponda, que esperemos que sea impuesta en su grado máximo, considerando la concurrencia del agravante del artículo 22.4º del Código Penal, por haber cometido el delito por motivos racistas. A todo ello hay que añadir que, al parecer, el sujeto en cuestión tenía antecedentes penales.

Voy a ocuparme de la figura penal de la omisión del deber de socorro, por tratarse de un tipo de delito más complejo y generalmente más desconocido. Probablemente se hayan percatado de que en las imágenes aparece una tercera persona, sentada en el mismo vagón en que se producen los hechos, que asiste impávida al maltrato. Se trata de un muchacho, al parecer también inmigrante, aunque de origen argentino, a quien, a mi juicio, no se le puede reprochar nada, al menos moralmente, pues con el miedo ocurre igual que con el resto de sentimientos, que no se puede controlar.

Tampoco penalmente se puede reprochar a tan cercano espectador que no defendiera a la chica, pues aunque el artículo 195 del Código Penal castiga con pena de multa de tres a doce meses a quien no socorriere a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave, se refiere a aquellos supuestos en que la ayuda no entrañe riesgo para quien la presta. Evidentemente, en este caso la ayuda implicaba un cierto riesgo, pues con desequilibrados de este tipo, se puede esperar cualquier cosa (si no que le pregunten al chico que hace pocos días acabó en la UCI por tratar de defender a una joven de un maltrato, en Sevilla). Por tanto, la pasividad del chico argentino está, a mi entender, más que justificada. Por otra parte, el artículo 20.6 del Código Penal exime de responsabilidad criminal a quien obre impulsado por miedo insuperable.

No se trata de encomiar la actitud de quien por cobardía no presta su ayuda a quien la necesita, sino de comprender que en situaciones límite el cobarde es cobarde, y no puede remediarlo. De ahí que ni moral ni jurídicamente pueda recriminársele nada a este desgraciado espectador. Me imagino que será su propia conciencia, que al fin y al cabo es el juez más severo que podemos tener, quien se encargue de recriminarle si pudo o no hacer algo por proteger a la menor.

No obstante, antes de concluir, les propongo reflexionar sobre aquellas ocasiones en que ya no es el miedo, ni tampoco el riesgo en que podamos ponernos, lo que motiva que no socorramos a quien está en grave peligro, sino la desidia, la falta de solidaridad y, en definitiva, la carencia de los más elementales valores humanos. La conducta que exige el Código Penal no es la de ponerse el disfraz de "El Zorro" e ir haciendo de justicieros por el mundo, simplemente impone la obligación de auxiliar a quien, estando en grave peligro, se encuentra totalmente desamparado. Ya no sólo porque lo impone la norma jurídico penal, sino porque lo dicta la propia moral.