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UN NUEVO DESIERTO. Los incendios han acabado con toda la vegetación en el condado de Santa Ana.
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Amargo regreso a las cenizas

Miles de californianos descubren sus hogares arrasados por las llamas en su dramática vuelta a casa tras remitir paulatinamente los incendios

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¿Por qué esta casa sí y la otra no? Esa era la inevitable pregunta que se hacían ayer los vecinos de Rancho Bernardo cuando por fin les dejaron volver a sus casas, después de que el incendio de La Bruja alcanzase en la madrugada del lunes este barrio residencial a las afueras de San Diego. Algunos kilómetros al norte, los bomberos seguían batallando contra las llamas y encontrando cadáveres calcinados -siete, hasta ayer-, pero la ausencia de vientos ha permitido que comience el regreso del casi un millón de desplazados que ha dejado la peor ola de incendios en la historia de California.

La naturaleza y el azar han sido caprichosos. En la calle de Aguamiel algunas viviendas se mantienen intactas mientras que otras han ardido hasta los cimientos. Mientras sus vecinos de enfrente remueven las cenizas en busca de algo que rescatar, los Robins entran con el coche hasta el garaje como si no hubiera pasado nada. ¿Qué hicieron para salvar su casa?, se les pregunta. «Nosotros nada», contestan ufanos al unísono, «¿fue Dios quien la salvó!». Dios, y el camión de bomberos que algunos vecinos dicen haber visto aparcado en su puerta cuando abandonaban apresuradamente sus casas. Uno para toda la calle. Tenían que elegir una por la que empezar, y optaron por la suya.

La explicación es demasiado mundana para quienes están convencidos de que son los elegidos de Dios. «Ha sido un auténtico milagro», insisten. «Cuando nos montamos en el coche el patio trasero estaba ardiendo. Si miras verás los cascos que usan los niños para montar en bicicleta completamente fundidos por el calor. No esperábamos encontrar nada al volver».

Árboles quemados

Su vecino de enfrente, un predicador, no quiso dejarlo todo en manos del Altísimo. Antes de marcharse remojó la madera de la casa para ponérselo difícil al fuego. Pero cuando mira con atención se da cuenta de que el eucalipto del jardín está podado y ennegrecido, como si algún bombero hubiera atajado las llamas. Un eucalipto que es ilegal en una zona donde está prohibido tener árboles más altos que las casas, precisamente para que no hagan de trampolín a las llamas.

Quien no sale de su asombro es Radoslav Gaidadiev, un ingeniero de origen búlgaro que se ha encontrado su casa de dos plantas reducida a cenizas. En medio, altiva y siniestra, lo que antes fuera una lavadora es ahora un amasijo de metal deformado. Como el iPod que recoge del suelo con todo cariño, o el disco duro oscurecido que aparta con la vana esperanza de que alguien sea capaz de rescatar su contenido. «Tenía que habérmelo llevado», se lamenta. Sin embargo, lo que se llevó fue el portátil de la empresa, los pasaportes y algunas fotos. «Me pesa no haberme llevado las de mi padre. Se murió hace dos años y ahora no me queda nada de él», reflexiona.

No hubo tiempo para más. La mayoría de estos vecinos nunca pensaron que los incendios que se habían originado la víspera pudieran afectarles. Les despertó alrededor de las cuatro y media de la madrugada la llamada automática de los servicios de emergencia con una voz de robot que les ordenaba evacuar la casa. Diez o veinte minutos después, como mucho, estaban en el coche con lo que pudieron agarrar.

No queda nada

«Cuando sonó el teléfono no me lo podía creer», recuerda. «Me asomé por la ventana y vi ardiendo una casa enorme y preciosa que había ahí», dice mientras señala al vacío, sobre una cuesta, en un lugar donde ya no queda nada.

El predicador se acerca. Hasta ayer compartían la verja del jardín. Hoy su casa se alza desafiante junto al solar del vecino. «Sé que nuestras mujeres hablaban mucho, pero nosotros no hemos coincidido. Quiero que sepas que cualquier cosa en la que te pueda ayudar ». Radoslav se lo agradece cabizbajo. Su mujer, Nora, trata de sacar fuerzas de flaqueza. «Llegamos aquí con un colchón, y eso es lo que tenemos ahora, pero en casa de unos amigos. No es la primera vez en la vida que empezamos de cero, así que podemos volver a hacerlo. Pensé que eso ya se había acabado, pero me equivoqué».

Minutos después de hacerse la fuerte empieza a hablar de lo bien que se ha portado su amiga, sin la cual estarían durmiendo en el estadio Qualcomm, y poco a poco se le van saltando las lágrimas hasta que se abraza a ella emocionada y rompe a llorar.

Es un lapsus, todos parecen haberse propuesto ponerle buena cara al mal tiempo. La calle sigue. Una casa más reducida a cenizas, tres enteras, una calcinada. Allí Lari Champagne se ríe a mandíbula suelta mientras se inventa con su hermano «diez formas de decirle a tu madre que se le ha quemado la casa». «¿Te acuerdas de esa gotera que tenías en el baño? Pues ya ha desaparecido». La gotera, el baño y todo lo que le rodea.

Su madre, de 65 años, llegará el lunes de un crucero por Europa. Cuando vio los incendios en las noticias se apresuró a llamar. «¿Estáis todos bien?», recuerda Lari que le preguntó. «Y como no preguntó por su casa, no le dije nada». Cuando vuelva, además de encontrarse resuelta la gotera del baño y su problema con el exterminador, podrá dedicarse a una de sus pasiones: decorar. Para eso le han buscado un apartamento a poca distancia y le han alquilado un coche mientras responde el seguro.

Las autoridades están dispuestas a fomentar esa actitud. Unas cuantas calles más abajo se ha abierto un centro de asistencia en un colegio que la funcionaria del ayuntamiento Gail Granewich define como «una tienda para hacerlo todo en una parada». Allí están representadas más de 60 agencias locales, estatales y federales a las que solicitar subsidios, documentos perdidos, recetas médicas o terapia psicológica, entre otros servicios. Granewich se precia de que lo resuelven todo, pero por si se les escapa algo la senadora Dianne Feinstein ha sentado a uno de sus empleados en una mesa a la entrada para que escuche los problemas que puedan tener sus votantes e intente solucionarlos. En año de elecciones los políticos no están dispuestos a que la tragedia les pase factura.