![](/cadiz/prensa/noticias/200710/26/fotos/034D5CA-MUN-P1_1.jpg)
Los incendios confinan a los trabajadores 'sin papeles' en los campos de California
Los inmigrantes ilegales desoyen las órdenes de evacuación para mantener sus empleos y evitar que las autoridades puedan detenerles en los albergues
Actualizado: Guardar«La primera noche nos los tropezábamos por todas partes». El que habla es Andy Menshek, un bombero de San Miguel que combate el incendio de Harris, el más cercano a la frontera mexicana. Y los que salían de los arbustos, como animales de las madrigueras ahumadas, eran los inmigrantes ilegales que escapaban monte adentro de la miseria mexicana. De pies mojados a tierra quemada, el sueño americano de muchos se ha calcinado esta semana en las lomas californianas, junto a 180.000 hectáreas y 2.000 viviendas. Y mientras los vecinos evacuaban, los indocumentados seguían trabajando en las fincas, temerosos de perder su trabajo o ser detenidos por inmigración.
Son la nota trágica y despiadada de unos incendios que ayer provocaban golpes de pecho entre los políticos por la modélica coordinación entre las autoridades y las pocas vidas humanas que han costado. Sólo tres personas han muerto como consecuencia directa de las llamas, aunque no se descarta encontrar cadáveres entre las cenizas una vez que se retiren los fuegos, que ayer empezaban a retroceder con el cambio de los vientos.
La cadena ABC asegura que medio centenar de inmigrantes indocumentados se han entregado a las patrullas fronterizas para salvar su vida de las llamas. Los que se han encontrado con los bomberos han tenido más suerte. «Les hemos dado agua y les hemos dejado ir. No es nuestro trabajo detenerles, tenemos cosas más importantes de las que ocuparnos», dice Menshek.
Y eso que el bombero no simpatiza con ellos. «Esta época del año se caracteriza por días calurosos y noches muy frías. Encienden hogueras para calentarse y se van sin apagarlas bien». Aún no se sabe cuáles son las causas de los al menos 15 incendios que han devastado California a lo largo de los 375 kilómetros que discurren entre Santa Barbara y la frontera, «eso lo dirá la investigación», apostilla Menshek. La sequía que vive el estado desde hace cinco años, y los fuertes vientos del desierto de Santa Ana son los ingredientes, pero entre las causas inmediatas se habla desde pirómanos hasta postes de la luz caídos.
Al menos seis inmigrantes que se vieron atrapados entre la tesitura de renunciar al sueño americano o desafiar a los incendios acabaron entre las llamas. De ellos uno se encuentra ingresado en estado crítico. El capitán Scottie McLeans, otro bombero que trabaja en el incendio de Harris, participó el lunes en la evacuación de tres de ellos, dos hombres y una mujer, que fueron hospitalizados. El consulado mexicano intentaba ayer gestionar visados para que sus familiares pudieran visitarlos, pero no es fácil.
Poca sensibilidad
El corazón de la ley, como el de los patrones que rigen las fincas agrícolas de California, no se enternece ni con la enfermedad. El lunes, mientras las columnas de humo denso asomaban por las colinas, un centenar de oaxaqueños seguía recogiendo tomates en la finca del Rancho de Santa Fe. A pocos metros, los inquilinos de los chalés que rodean la finca recibían llamadas telefónicas de los servicios de emergencia ordenándoles que evacuaran la zona. Mientras los coches desfilaban camino a la autopista cargados con sus pertenencias y animales domésticos, los oaxaqueños seguían recogiendo tomates. Sólo cuando la cercanía de las llamas hizo temer una masacre, el patrón les dio permiso para terminar antes la jornada. Quién quiere una ristra de cadáveres en casa.
No le importó que de ahí sólo caminaran diez minutos a pie, hasta el barranco contiguo donde duermen cubiertos de plásticos y cartones. Los 360 dólares que cobran por semanas de 54 horas laborales no les dan para alquilar vivienda. La única manera de que compense su aventura es dormir a la intemperie y comer lo que les vende la furgoneta de Burrito Catering, que aparece al terminar la jornada, previo pago de una mordida al patrón, cuenta Enrique Morones, de la organización de derechos humanos Ángeles de la Frontera.
Todos bien
El martes, cuando la lluvia de cenizas caía como una fina película sobre los campos cultivados, los oaxaqueños volvieron a recoger tomates. «El patrón nos preguntó si alguien se sentía mal», contó Juan Ventura, uno de los oaxaqueños que apenas chapurrea español, ya que la mayoría sólo habla mixteco, su lengua indígena. Todos dijeron que sí. Saben que si se les ocurre declarar algún malestar perderán de inmediato su trabajo. «El patrón no quiere aquí a nadie que se sienta mal», aclara Juan. Lo que no quiere son responsabilidades. Al primer indicio saca al peón de la finca y lo reemplaza con alguno de los que aguardan en el cruce la llegada de algún empleador. «Necesitamos trabajar», explica el oaxaqueño.
Morones volvió el martes y el miércoles a la finca, a convencerles de que sus vidas valían más que ese puesto, pero para quienes ya se la han jugado varias veces al cruzar la frontera ese argumento es difícil de entender. Sólo de rondar las fincas tratando de convencerles para que les acompañe hasta un lugar seguro, los ojos de Morones se han tornado de un rojo sanguinolento que esconde tras las gafas de sol. Le escuecen como si no hubiera dormido en varios días, tiene la nariz tapada, el pecho cogido. Las partículas calcinadas se apelmazan poco a poco en sus bronquios, pero los mexicanos se niegan incluso a pasar la noche en una casa. «¿Cómo vamos a venir a trabajar por la mañana?», defiende Pedro, un chaval que dice tener 17 años pero no aparenta más de 13. Y en la esquina, entre los indocumentados que aguardan a que uno de los oaxaqueños pierda su puesto, con una mascarilla en la mano, José Salgado le quita hierro al asunto. «En México estamos acostumbrados, allá se apagan solos. ¿No tenemos para comer, menos para aviones!».