Los incendios calcinan California
Más de medio millón de personas abandonaron sus casas y muchos inmigrantes regresaron a México. El viento y la sequía avivan un fuego que pudo ser provocado
Actualizado:Desde Santa Bárbara hasta la frontera con México, un fuego justiciero que parecía salido del infierno repartía ayer miseria y destrucción entre pobres y ricos a lo largo de todo el estado de California. Detrás quedaban más de medio millón de desplazados y 110.000 hectáreas calcinadas.
Los ricos de Malibú buscaban albergue en hoteles de lujo de Los Angeles, mientras que algunos inmigrantes que habían perdido lo poco ahorrado en años de trabajo emprendían el camino de vuelta a Tijuana.
«En mis 36 años de carrera nunca he visto nada igual», decía horrorizado Bruce Cartellini, uno de los 6.000 bomberos que batallaban ayer con las llamas. Los Marines, la Guardia Nacional y todas las fuerzas disponibles de California, e incluso del estado vecino de Nevada, se habían concentrado en detener los catorce incendios endemoniados que se multiplicaban por doquier desde el domingo.
Los fuertes vientos del desierto de Santa Ana, de hasta 130 kilómetros por hora, se habían aliado con la sequía y algún elemento aún por dilucidar, que algunos creen pirómanos y otros postes de electricidad caídos. Con esos ingredientes, las llamas se propagaron sobre pasto seco y ayer habían engullido ya más de mil casas. Las autoridades obligaron a más de 300.000 personas a abandonar sus casas ante el peligroso avance de los incendios, y otras 200.000 hicieron lo propio de manera voluntaria y preventiva sin esperar a que el peligro fuera tan inminente.
«Bienvenidos a mi casa»
Un reportero de la televisión local transmitió en directo la noticia más personal de su vida: el incendio de su propia casa. «Cualquier otro día les diría 'Bienvenidos a mi casa', pero lo que ven es lo que queda de ella», entonó Larry Himme con la voz quebrada pero sin dejar de hablar. «Eso era nuestro garaje, el salón, ahí había un porche», dijo señalando la estructura que las llamas engullían sin remedio. «Vinimos aquí hace 25 años, cuando no había nada».
Pueblos tan evocadores como Agua Dulce o Santa Clarita se habían convertido en infiernos como el que mostraba Himme. Ramona prácticamente había desaparecido del mapa, y toda su población había pasado a formar parte de la masa de refugiados. El símbolo de esta nueva tragedia americana era el estadio Qualcomm, en San Diego, que todo el mundo intentaba distanciar del infame Superdome de Nueva Orleáns. La comparación era inevitable. Desde el azote del huracán Katrina no se había visto en EE UU nada semejante. Muchos de los que entonces seguían la tragedia por televisión, sentados cómodamente en la sala de estar, eran ahora protagonistas, y su hogares han desaparecido.
37 heridos
La vida daba la vuelta en un abrir y cerrar de ojos. Sean McGough se fue a dormir a media noche después de seguir con atención las noticias hasta el momento en que apagó la luz. Dos horas después le despertó su suegra al teléfono, pidiéndole que salieran corriendo de allí. Primero se río de su alarmismo, pero cuando abrió la puerta vio el resplandor rojo en el horizonte. Puso la televisión y descubrió que, en efecto, su condado era ya unos de los siete con orden de evacuación. El resto de la noche lo pasó abrazado a sus hijos en el suelo del Qualcomm, donde los domingos los lleva a ver el partido.
El lado positivo de esta nueva tragedia fue la mínima pérdida de vidas humanas, sólo dos personas hasta ayer, aunque se esperaba que cuando desaparezcan las llamas salgan a la luz los restos de los que se han quedado atrapados. Otras 37 personas habían resultado heridas, 17 de ellas bomberos. El gobernador Arnold Schwarzenegger atribuyó este milagro a lo mucho que autoridades y organismos involucrados aprendieron de los incendios de 2003.
Aún así, quienes vivieron aquel capítulo aseguraban que las dimensiones no tenían comparación. «Esta vez da mucho más miedo», aseguraba Pat Helsing, una mujer de 59 años que había dejado atrás su casa de Scripps Ranch. «El fuego está por todas partes. En San Diego no sabes ni a donde ir. No hay a dónde escapar».»
Los 50.000 refugiados más que habían abandonado sus casas durante la noche no eran los únicos que no habían podido dormir. En la Casa Blanca, el presidente George W. Bush había firmado a toda prisa la declaración de estado de emergencia que transfiere al Gobierno central la coordinación de las tareas y pone todos los recursos del país al servicio de la catástrofe. Eso traía a la escena otro nombre al que el país guarda rencor, FEMA, la Agencia Federal para el Manejo de las Emergencias, por sus siglas en inglés, fantasma de todo lo que se hizo mal en Nueva Orleáns.
Por eso, la esperanza de los californianos estaba puesta en algo mucho más etéreo que, sin embargo, podía resultar determinante: la caída de las temperaturas y el amaine de los vientos. Algo que los meteorólogos les prometían para mañana.