La letra con sangre entra
El escritor Krystian Bala torturó y asesinó a un empresario para poder relatarlo luego en una novela; no es el primer caso: hay un largo historial de autores que quisieron experimentar el delirio del crimen
Actualizado: GuardarQuieres saber cómo cometer un asesinato? Se hace así: los dos estáis solos en una celda. Tú conseguiste un cuchillo y lo tienes apretado contra una de tus piernas, para que él no lo vea. Sonríe y charla sobre algo. Él piensa que eres tonto, y se confía. Entonces ves el blanco: una diana en el tercer botón de su camisa. Mueves tu pie izquierdo hasta cruzarlo detrás de su cuerpo. Una luz lo apunta. El mundo se da la vuelta: acabas de hundirle el cuchillo en medio del cuerpo».
Jack Henry Abbott relataba a sus lectores, así de asépticamente, cómo había apuñalado a un recluso de la cárcel de Utah, a finales de la década de los 70, donde cumplía condena por un delito menor. El responsable de que el brutal testimonio llegara, escrito en primera persona, a las librerías de todo el mundo, fue ni más ni menos que Norman Mailer, obsesionado por entonces con la idea de descifrar los arcanos de la maldad.
El novelista realizaba los trabajos de investigación previos a La canción del verdugo cuando Abbott le escribió una carta en la que se reafirmaba, abiertamente, en su condición de criminal convencido, y lo hacía, además, con un singular dominio de los recursos literarios. Mailer lo persuadió para que siguiera escribiendo. El resultado, que se llamó En el vientre de la bestia (Radom House, 1981), fue un rotundo éxito de ventas y llegó a ser comparado por la crítica con las obras del Marqués de Sade. El Times lo definió como «imponente, brillante y perversamente genial: su impacto es indeleble y, como reconstrucción de una pesadilla, es absolutamente obligatorio».
A nadie pareció importarle que aquellas páginas, a pesar de su tono neutro, casi sociológico, partieran del apuñalamiento de una persona real; un pobre tipo que había tenido la desgracia de convertirse, por pura casualidad, en el fetiche de la fascinación homicida de un psicópata con ínfulas literarias.
Pero el caso de Abbott no es el único. La historia de la literatura está cuajada de autores que, persuadidos de que la experiencia personal es el único soporte auténtico de la creación artística, transgredieron los umbrales de la razón y, para escarnio de los fundamentalistas cartesianos, se entregaron al delirio criminal. Otros, como Burroughs o Bala, tuvieron motivaciones más directas y específicas. Con el tiempo, la Historia o las vanguardias absorbieron a algunos y olvidaron a la mayoría. Todos conforman, sin embargo, una extravagante legión de literatos que empaparon su pluma en sangre ajena.
Allan Poe, sospechoso
En julio de 1841 apareció flotando en el río Hudson el cadáver de una bonita joven morena. La Policía descubrió que se trataba de Mary Rogers, una aspirante a actriz cortejada habitualmente por actores, escritores, artistas, tahures y celebridades de Nueva York. Arribó a la orilla con las manos atadas a la espalda, después de haber sido violada y estrangulada con un trozo de encaje.
Durante 18 meses la policía dio palos de ciego, hasta que Edgar Allan Poe publicó El Misterio de Mary Roger. El autor seguía minuciosamente la cronología del crimen, aunque, quizá para despistar, había trasladado la acción a París, y cambiado algunos nombres y direcciones. La descripción del asesinato era tan vívida y minuciosa que uno de los principales responsables de la investigación vertebró, tras leer el original, una curiosa teoría: sólo el asesino podría conocer esos detalles tan precisos. Además, afirmó que Poe y Mary se conocían, que habían mantenido relaciones sexuales y que, desde octubre de 1838, habían paseado varias veces juntos a orillas del Hudson.
Aunque nunca pudo demostrarse nada, lo cierto es que los biógrafos del escritor oscuro han constatado su apego a las aberraciones sexuales y su fatal egocentrismo, que lo transfiguraban en un hombre capaz de juzgarse como un ser superior que se arrogaba el derecho de encomendarse a la vileza en pos de la veracidad de sus creaciones. Además, la muerte ejercía en Poe un poderoso hechizo, sobre todo cuando se cebaba con mujeres atractivas. Confesó que esas imaginaciones le procuraban «una intensa emoción poética».
Celos y lances
En 1606, por sentar un primer precedente registrado, el poeta Juan de Gaviria degolló a su mujer tras acusarla de haberle sido infiel. Fue condenado a una pena ridícula de seis meses de destierro, que aprovechó para escribir sus Décimas a Marta de Rentaría, en las que insistía en el derecho de todo hombre «a defender su honor».
También es frecuente que un autor, consumido por el celo profesional, liquide a ese colega que le disputa, aunque sea merecidamente, la gloria de las letras. Cuando en 1907 murió Bertram Fletcher Robinson, amigo personal de Arthur Conan Doyle, algunos de sus conocidos declararon a la prensa que el escritor estaba trabajando en una obra con la que esperaba «dar el salto definitivo a la celebridad», que tanto se le había resistido hasta entonces. Desgraciadamente, lo que pareció ser una intoxicación alimentaria (para otros se trató de un caso flagrante de envenenamiento por estricnina), frustró su gran intento, aunque poco después Conan Doyle publicó una novela con un argumento extrañamente parecido al que entretenía las horas de su extinto compañero: El perro de Baskerville. Para colmo, después se hizo público que el controvertido padre de Sherlock Holmes mantenía un romance con su viuda. Golpe maestro: la mujer y la obra, de un solo tajo.
La estricnina también fue la sustancia utilizada por Thomas Grifftins para cometer, en la Inglaterra victoriana, una larga relación de asesinatos, con fines tan variables como «entender el dolor ajeno», o librarse de los «sucios» competidores que le zancadilleaban en su justo camino al parnaso literario. La convulsión de los círculos intelectuales fue tal que el London Times recalcó en una de sus crónicas al respecto: «Su fatal influencia sobre la prosa periodística moderna no era peor que sus crímenes». Sin embargo, un íntimo del poeta asesino, Oscar Wilde, salió en su defensa: «Esos asesinatos tuvieron una gran influencia sobre su arte. Prestaron una vigorosa personalidad a su estilo, que realmente faltaba en sus primeras obras».
En el territorio patrio se estilaban más las rencillas de café o las disputas políticas. Juan Pedro Barcelona falleció como consecuencia de los disparos que recibió de otro escritor, Benigno Varela. Fue en 1906, en un duelo a muerte en el que intentaban dilucidar, a golpe de trabuco, si la República era un sistema de gobierno más racional que la Monarquía. El vencedor no sólo no fue a la cárcel, sino que pilló unas pesetas relatando el lance en Yo acuso ante S. M, un best-seller de la época, recuperado posteriormente por el Franquismo. Parece ser que, a consecuencia de un debate similar, Alfonso Vidal y Planas disparó a Luis Antón del Olmet, en el salón del Teatro Eslava de Madrid, en 1926.
Los últimos de la terna
Ya en los 50 del siglo pasado, William S. Burroughs tuvo la espléndida ocurrencia de ponerle a su mujer, Joan Wollmer, una manzana en la cabeza y jugar a Guillermo Tell utilizando su viejo colt 44 como ballesta. Su pésima puntería y la circunstancia añadida de que estaba borracho como una cuba, lo convirtieron automáticamente en viudo. Pasó unos cuantos días en la cárcel, pero la influencia de su poderosa familia y la corrupción imperante en el país le permitieron eludir una condena larga por asesinato y volver a los EE UU, donde siguió destrozándose con éxito el hígado durante varias décadas.
En 1980, el filósofo francés Louis Althusser estranguló a su mujer, pero quedó en libertad. Adujo cuestiones metafísicas que escapaban al entendimiento del tribunal, pero que convencieron al juez de que el reconocido intelectual usaba con frecuencia determinadas zonas del cerebelo que no acababan de funcionarle como debían.
El último en incorporarse a la terna es el polaco Krystian Bala, quien afirmó ante la policía que se había inspirado «únicamente» en crónicas periodísticas para escribir Amok, un sádico relato en el que el protagonista tortura hasta la extenuación y finalmente asesina a un popular empresario. No obstante, las autoridades -como en el caso de Poe- encontraron una serie de asombrosas similitudes entre el texto y un homicidio real, acontecido unos años antes de la publicación del libro, y detuvieron a su autor como primer sospechoso del crimen. Posteriormente, gracias a un detallado rastreo del contenido de su correo electrónico, los detectives confirmaron su culpabilidad, aunque actualmente está a la espera de juicio. Bala había ocultado a la policía que mantenía una estrecha relación con la esposa del fallecido.
Entre los móviles más estrafalarios y esperpénticos, cabe destacar el de ese escritor y librero catalán del XIX, Fray Vicents, que debido a su irrefrenable amor por los incunables, vendía los ejemplares a sus clientes, luego los seguía, los degollaba y los recuperaba. Flaubert dedicó un cuento a su obsesión. O ese refinado autor, ofuscado por sus apremiantes exigencias estéticas que, según relató Wilde, envenenó a su suegra porque la pobre señora «tenía los tobillos demasiado gruesos».