Cataluña y el Constitucional
Algún milenarista supersticioso podría llegar a creer que el alzheimer de Maragall es algo así como la bíblica culminación de un sino adverso para la Cataluña convulsa del pospujolismo, el estallido de una predestinación infausta que tenía que llegar justo cuando parecía que la nacionalidad catalana había alcanzado la tierra prometida del confederalismo que emana del nuevo Estatuto de Autonomía. Porque la efervescencia de Cataluña demuestra la inestabilidad permanece y confirma la seria dificultad de conseguir para el Principado un statu quo permanente y definitivo que ponga fin a la etapa problemática y confusa que ha sido a la vez causa y consecuencia de la reforma del marco institucional que acaba de celebrarse, que ha dejado jirones de carne política en las gateras y que todavía podría terminar en fracaso.
Actualizado: GuardarEs patente que en Cataluña ha arraigado la convicción social de la postergación sufrida. El cada vez más insostenible déficit de infraestructuras, mientras Madrid exultaba en la burbuja de su propio despegue, ha calado en la opinión pública de Cataluña y ha sido el caldo de cultivo de una exacerbación nacionalista que se ha vuelto pugnaz y agria en exceso. Y esta tensión no sólo no cede sino que se retroalimenta por la presencia de ERC en el Gobierno de la Generalitat. Esta formación radical no ha resuelto aún su contradicción de ser una fuerza antisistema y participar al mismo tiempo en las instituciones. A consecuencia de ello, Carod-Rovira ya ha manifestado que reivindicará desde el govern su anunciado referéndum de autodeterminación del 2014 y un endurecimiento de la política lingüística. Así las cosas, cuando la problemática llegada del AVE a Barcelona el 21 de diciembre se ha convertido en la piedra de toque de la resurrección socioeconómica del Principado, cuando las molestas obras que afectan a la red de Cercanías son el recordatorio diario de un agravio pendiente y cuando es patente que no ha cesado ni mucho menos la fiebre reivindicativa, hay que preguntarse qué ocurriría si este Tribunal Constitucional desmontara los elementos principales de la estructura del nuevo Estatuto.
En cualquier coyuntura sería muy difícil de encajar una decisión jurídica adversa al Estatuto. Pero en las circunstancias actuales, cuando el Constitucional ya se ha desacreditado irremisiblemente, cualquier sentencia revisionista se estrellaría contra un edificio que ha sido legitimado por el voto afirmativo de tres cámaras parlamentarias y por el sufragio directo de los ciudadanos de Cataluña. Si en cualquier caso era controvertido el procedimiento en vigor, que brinda al tribunal la posibilidad de enmendar la plana a la voluntad popular expresada plebiscitariamente, en las circunstancias actuales la crisis puede ser insoluble. Y eso deberían pensarlo los partidos políticos si no desean que el régimen político salte por los aires.
Es difícil de entender que Rajoy y Zapatero no estén extraordinariamente preocupados por esta causa y con independencia de sus intereses electorales inminentes. Por simple sentido del Estado, ambos deberían haber negociado ya no sólo la rápida y puntual renovación parcial del Constitucional, que ha de producirse a finales de año y que podría introducir savia nueva a la institución, sino la más absoluta inhibición de ambos partidos en el proceso de reflexión y pronunciamiento del tribunal sobre el Estatuto de Cataluña, en la confianza de que los doce juristas que lo forman serán capaces de alumbrar un camino que no produzca el estallido y que al propio tiempo ayude a afirmar los cimientos del nuevo Estado de las Autonomías. Mirar hacia otro lado en las actuales circunstancias es apostar por el suicidio del régimen democrático.