El imperio contra Alonso
Actualizado: Guardaros maneras distintas de entender la Fórmula 1 comparecen esta tarde en Sao Paulo. Por una parte, los inventores del automovilismo deportivo -después de lustros de vacas flacas- afrontan la posibilidad de recuperar una corona que no acarician desde que Damon Hill la levantara en 1996 y que con pilotos de la talla de Mansell, Hunt, Stewart, Graham Hill, Surtees y Clark han hecho de las Islas Británicas cuna y lugar de referencia de este deporte. Hoy, todos los británicos dirigen sus miradas sobre la insolente figura de Lewis Hamilton. Un elegido para la gloria con unas condiciones innatas, pero al que la soberbia de todo un pueblo; el beneplacito de una escudería que lo mima hasta la extenuación; la predilección de un jefe que lo acogió en su seno siendo un crío; y un papá que igual vale para chupar cámara que de chivato, han elevado a la categoría de mito más por necesidad que por méritos propios. Ante semajante poder fáctico, Fernando Alonso, sus dos títulos mundiales y la ruidosa afición española palidecen con la sensación añadida de que acuden a esta cita histórica como si ya estuviera vendido todo el pescado. Frente a esa sensación nauseabunda de que el debutante tiene que ser campeón por decreto (el mundo anglosajón no puede consentir más desplantes de un insignificante español), sólo resta encomendarse a dos hechos que se caen por su propio peso: el asturiano se mueve como pez en el agua en situaciones de máxima presión (ha lidiado con toros como Schumacher y Raikkonen y ha sabido salir indemne) y está claro que al niño mimado le tembló el pulso hace dos semanas y hoy esa sensación de agobio sobre su persona va a alcanzar unas cotas inimaginables. Pero lo mejor de todo esto es que un país como el nuestro, idiotizado por el fútbol, va a pegar sus ojos al televisor para vivir unas horas que no encuentran parecido alguno en la historia.