Tratado de Lisboa
Los líderes europeos lograron por fin un acuerdo para sustituir la fallida Constitución. El nuevo Tratado de la UE será conocido como Tratado de Lisboa, al haberse logrado este pacto bajo la actual presidencia portuguesa. Se trata de un acuerdo sustancialmente parecido a la Constitución del 2004, que al final no fue ratificado por nueve Estados miembros. Sin embargo, el hecho de que no alcance un rango constitucional en cuanto a símbolos y conceptos, junto a las numerosas excepciones que incorpora el texto ofrece un contenido menos comprensible y menos coherente desde el punto de vista jurídico que la Carta Magna a la que sustituye.
Actualizado: GuardarEl Tratado de Lisboa constituye una salida pragmática y modesta del bloqueo psicológico en el que los líderes de la Unión entraron con los noes de Francia y Holanda a la Constitución. No es cierto que la UE estuviese paralizada, como demuestra el dinamismo diario de la toma de decisiones en Bruselas, de la que en estos años han salido más directivas y reglamentos que nunca. Pero ello no podía diluir ni los deseos ni las necesidades de reforma de las reglas del juego en la Europa de 27. La fórmula para lograrlo ha sido rebajar las ambiciones europeístas, aceptando que cada Estado imponga condiciones y limitaciones a la futura integración. El Reino Unido ha conseguido excluirse de las nuevas normas sobre cooperación judicial y policial y ha devaluado la aplicación de la nueva Carta de Derechos Fundamentales. El balance es un Tratado con normas escasamente transparentes y tímidos avances, como la nueva figura encargada de las relaciones exteriores, las nuevas materias sobre las que se podrá decidir por mayoría o, una vez más, el refuerzo de los poderes del Parlamento Europeo.
El nuevo Tratado de la UE tiene ante sí un verdadero reto antes de que pueda desplegar sus efectos en 2009: la ratificación unánime de los 27 Estados. Esta vez los redactores del texto han hecho todo lo posible para que no sea necesario someterlo a numerosos referendos, una decisión de prudente realismo pero que contradice la retórica de estos años de acercamiento a los ciudadanos europeos. Sólo Irlanda realizará con seguridad una consulta popular. Sin embargo, nadie sabe con seguridad si todos los parlamentos nacionales aceptarán tal cual el texto, o si se producirán referendos imprevistos. En cualquier caso, el Tratado de Lisboa refleja una situación de distanciamiento progresivo entre los líderes y los ciudadanos en una Unión cada vez más compleja y diversa. Y ello a pesar de que existe una conciencia extendida de que la UE es cada vez más necesaria como actor global y como gestor de importantes políticas que requieren la dimensión europea, como en inmigración, energía, el cambio climático o la defensa. La salida de semejante paradoja solo puede ser política: una renovación de líderes y un cambio en las formas de ejercer el poder desde Bruselas, que no se producirá solo por efecto del Tratado de Lisboa.