Resurrección de Europa
Todo parece estar a punto para que, esta vez sí, la Unión Europea se dote de un marco institucional más moderno y adecuado a las últimas ampliaciones. La cumbre comunitaria que dio comienzo ayer en Lisboa se desarrolla en un ambiente de generalizado optimismo; incluso Polonia, que celebra elecciones legislativas este fin de semana, parece estar francamente satisfecha con la expectativa del nuevo Tratado, en el que el país de los gemelos Kaczynski ha conseguido introducir un complejo pero inútil procedimiento para bloquear ciertas decisiones cuando se acuerden por estrecho margen.
Actualizado:El nuevo Tratado, un trasunto a la baja de la fallida Constitución que se vino abajo por la decisión plebiscitaria de franceses y holandeses, pierde la solemnidad que se le pretendía dar a la norma básica de la integración europea pero, en la práctica, consigue los tres principales objetivos que aquélla se había marcado: formalizar unas instituciones europeas más operativas -la UE se dota de una estructura más estable y visible, con un presidente y un alto representante de Asuntos Exteriores con más facultades que hasta ahora-, democratizar la toma de decisiones -a partir de 2014, cada país tendrá un peso proporcional a su población y las decisiones se adoptarán cuando logren el apoyo del 55% de los estados miembros siempre que representen al 65% de la población- y se reduce considerablemente el derecho de veto- es decir, la necesidad de la unanimidad-, sobre todo en los ámbitos de justicia e interior.
Un solo problema planea sobre la cumbre: Italia no está de acuerdo con el reparto de eurodiputados, que tiende a la proporcionalidad con la población. Y que en poco tiempo dejaría al país un escaño por detrás de Francia y del Reino Unido, un retraso nada relevante pero de un evidente valor simbólico. A España no le conviene cambio conceptual alguno con respecto al reparto ya programado, por lo que las exigencias de Prodi podrían resolverse ampliando ligeramente el número total de escaños del Parlamento Europeo.
Con estas actuaciones y criterios que de no haber sido adoptados hubiesen paralizado la construcción continental, Europa resurge, resucita tímidamente, con la cabeza gacha y el rabo entre las piernas después del resonante varapalo de la ciudadanía a un establishment, encabezado por el arrogante Giscard d'Estaing, que pretendía levitar sobre la prosa de unas realidades institucionales problemáticas que tienen notorias dificultades para echar raíces entre la opinión pública. El concepto de Europa, que está sin duda en el origen del largo período sin precedentes de paz y bienestar por el que atraviesa el Viejo Continente, no ha sabido vincularse estrechamente a la opinión pública. Y este designio, el arraigo social, debe ser el gran objetivo del proyecto de refundación que ahora fructifica.
Si se consuma el éxito del Consejo Europeo de Lisboa, Europa habrá sido una vez más el ave Fénix que resurge de sus cenizas. Pero lo ocurrido -esta vez, la crisis ha sido seria- debería promover las reflexiones necesarias para evitar nuevos desentendimientos en el futuro y profundizar en la generación de vínculos internos que generen el engrudo de una auténtica ciudadanía común, de un sentimiento de pertenencia compartido, que hoy por hoy es demasiado leve.
Consideraciones intelectuales al margen, muchos especialistas piensan que el verdadero problema de la construcción europea es la compartimentación cultural engendrada por la diversidad idiomática, un problema que obviamente no tienen los Estados Unidos, cuya pluralidad interna se sustenta sobre el denominador común del inglés. En resumidas cuentas, es muy posible que los problemas más de fondo de Europa hayan de abordarse a largo plazo por esta vía: el aprendizaje de idiomas, todavía muy insuficiente en casi todos los países, ha de ser la forja de una identidad europea. Sin perjuicio de quizá haya que optar por uno de ellos: el conocimiento sistemático del inglés como primera, segunda o tercera lengua sería quizá la solución que hoy nadie se atreve a mencionar.