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EL COMENTARIO

El desvarío es la palabra

Lo más llamativo de la actitud del lehendakari en su planteamiento de la segunda edición del plan Ibarretxe es que este personaje pertinaz, que no parece haberse percatado del mundo en que vive, parece decidido a mantener como un verdadero autista su discurso monocorde y soberanista, sin acabar de ver que ni el ordenamiento jurídico le ampara ni quienes forman democráticamente las instituciones del Estado están dispuestos a transigir con sus desvaríos, término utilizado por la vicepresidenta Fernández de la Vega para describir los devaneos políticos del jefe del Gobierno vasco.

ANTONIO PAPELL
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Pero la palabra, que significa en román paladino «dicho o hecho absurdo», «disparate», «locura pasajera» o «monstruosidad, cosa anormal y extraordinaria», describe a la perfección los desarrollos políticos urdidos por el lehendakari desde poco después de su segunda investidura en 2001: en septiembre de aquel año, propuso una reforma del Estatuto de Autonomía de Euskadi, con el nombre de Estatuto Político de la Comunidad de Euskadi, conocido enseguida con el nombre de plan Ibarretxe. Aquella propuesta, tan soberanista y ajena a las previsiones constitucionales que parecía más bien el fruto de una alucinación, acabó siendo aprobada en el Parlamento vasco gracias a la mitad de los votos de Socialista Abertzaleak, los herederos de Batasuna, y se estrelló definitiva e irremisiblemente en el Congreso de los Diputados en febrero del 2005.El martes, Ibarretxe, noqueado tras la negativa rotunda de Zapatero a cualquier concesión, desarrolló varios aspectos de su desvarío. De un lado, persistió en su comparación absurda con el proceso de paz irlandés, por lo que este arranque de pretendido proceso equivaldría a una especie de Downing Street vasco, en alusión a la declaración que supuso el arranque de aquella aventura. De otro lado, y en una sucia pirueta dialéctica, emplazó a Zapatero con el argumento de que si había negociado con ETA, tanto más habría de hacerlo con el lehendakari.

En definitiva, al escuchar a Ibarretxe parece que el jefe del Gobierno vasco quiere hacernos comulgar a todos con ruedas de molino. Y cuando se le afea tanta sinrazón, agravada por el hecho de que ETA comete sus desmanes alegando argumentos muy parecidos, articula una expresión de ofendido y lanza protestas por el maltrato que se le depara. Después de todo, y a pesar de lo delirante de su tentativa, ha sido recibido con todo el respeto que merece su cargo institucional en La Moncloa y nadie le ha amenazado esta vez con enviarlo a prisión si tiene la mala ocurrencia de llevar hasta el final su proyecto referendario.

Con toda evidencia y como ya han denunciado diversos actores políticos, la propuesta de Ibarretxe es claramente electoralista: sirve para construir un discurso victimista que presuntamente habría de servir para cristalizar a un nacionalismo seguramente desmovilizado por diversas razones, entre las que está sin duda el retorno de ETA. Los vascos tienen la ocasión y probablemente la obligación de poner término a este desvarío.