El PP tiene un problema
El ex ministro de Interior de José María Aznar, Jaime Mayor Oreja, una personalidad de la derecha española que ha prestado indudables y meritorios servicios a la democracia, ha efectuado unas desafortunadas declaraciones a un periódico gallego en las que se ha negado a condenar el franquismo, un régimen que «representaba a un sector muy amplio de españoles» y que fue aceptado con «naturalidad» y «normalidad» por muchas familias de este país porque para muchos auspició una situación «de extraordinaria placidez».
Actualizado:Efectivamente, Franco murió en la cama, lo que no hubiera sido posible si el dictador no hubiese disfrutado de un respaldo social relevante, sin duda mayoritario en la sociedad española. Pero este fenómeno no es en modo alguno sorprendente: la mayoría de los dictadores se mantienen en el poder con el apoyo masivo de una ciudadanía convenientemente alienada que les proporciona la llamada «legitimidad carismática». La psicología política ha estudiado bien estos procesos, que algún autor asimila al llamado síndrome de Estocolmo por el que el secuestrado se deja seducir por el secuestrador... Por añadidura, la Transición, inteligentemente, tampoco repudió de forma explícita la larga noche del franquismo: se limitó a mirar hacia delante y promover la erección de un régimen de libertades sobre la autodisolución del precario edificio representativo del franquismo. La ilusión por edificar el futuro no dejó tiempo para satanizar el pasado. Y se aceptó de buen grado la colaboración leal de quienes quisieron poner su peso y su prestigio acopiados en la dictadura al servicio del proceso transformador. El caso de Manuel Fraga fue paradigmático.
Pero aquella evolución incruenta, felizmente pacífica, no fue neutral. Ni ética ni ideológicamente. No legitimó en modo alguno la dictadura de Franco, que se asentaba no sólo en una guerra civil, sino también en una gigantesca represión posterior. La Transición no supuso, en fin, la laminación de los principios, sino la anteposición de la generosidad al rigor. Pero los grandes valores morales y políticos son permanentes e inmutables, y por ello mismo es incompatible ser un demócrata y comprender, tolerar o no condenar la dictadura. Así ha sido siempre y así seguirá.
Sostener otra cosa es tergiversar la realidad. Y el propio Fraga realizó un esfuerzo reconocible por arrastrar a sus antiguos conmilitones de la derecha cavernaria, no democrática, hacia la democracia pluralista y representativa. Consiguió así eludir el riesgo de que el franquismo sociológico se organizara en un partido de extrema derecha, pero a cambio hubo de padecer un excesivo escoramiento de su propio partido que lo inhabilitó para ser, y hasta para aspirar a ser él mismo presidente del Gobierno. La renovación generacional que él mismo auspició obvió en parte aquel problema, pero a lo que se ve no todo el PP ha entendido completamente lo que es y lo que significa la derecha democrática europea, tan enemistada (al menos) con las ideas totalitarias como la izquierda.
Declaraciones como las que suscitan este comentario refuerzan en fin la impresión de que en el PP, entre el desaforado jalear de símbolos y el exagerado tremolar de banderas, permanecen todavía ciertas nostalgias inconfesables que se vinculan precisamente a la intolerancia de aquella ominosa dictadura. Y estas percepciones alejan sin duda a los populares del centro político y resucitan prevenciones que ya no tienen sentido cronológicamente pero que, a lo que parece, son difíciles de extirpar.
Semejante encastillamiento en el anacronismo, que poco o nada tiene que ver con la Memoria Histórica a pesar de los esfuerzos hermenéuticos de Ángel Acebes, afea la faz de la propuesta de Rajoy, un moderado biológico que sin embargo no parece tener fuerza bastante para terminar imponiendo un rostro liberal a su oferta política. No debería, en fin, Mariano Rajoy tener empacho en contradecir con fuerza suficiente a sus correligionarios que deslizan palabras de disculpa hacia una impresentable dictadura militar que colaboró con Hitler y ahogó las más elementales libertades civiles durante casi cuarenta años.