CALLE PORVERA

Desayunos en mi pueblo

Lo que más me gustaba de los fines de semana que pasábamos en el pueblo eran los copiosos desayunos que tomábamos, y en los que además de pan y aceite había mucha chacina, fruta, incluso huevos. A mis hermanos y a mí nos divertía esa orgía gastronómica, y no podíamos apartar los ojos de las manos de mi abuela mientras preparaba con mucha ceremonia el hoyo de aceite que se comería mi abuelo y que nosotros imitábamos.

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Con los años fui descubriendo que aquel festín tenía sus razones. Fue cuando empecé a relacionarlo con el hecho de que justo después de soltar la servilleta mi abuelo cogía sus aperos y se iba hasta que casi se ponía el sol. Mi padre se iba casi siempre con él los dos días que duraba la visita, mientras mi madre terminaba de recoger la mesa y mi abuela se metía entre los fogones para preparar la comida.

Cuando estaba hecha cogía algunos cacharros, repartía varias raciones en ellos, y se echaba a la calle. Al regresar nosotros habíamos comido, y era su turno. Casi en volandas almorzaba, y nosotros le ayudábamos a recoger, mientras mi madre ayudaba a limpiar, iba a la compra y tampoco paraba quieta.

Cuando ellos llegaban del campo, mi abuela lo tenía todo listo, la cena a punto de terminarse y la mejor disposición para hacer agradable el regreso a casa.

A veces mi abuelo salía de noche, decía que había que regar y que no quedaba otra. Mi abuela le llevaba comida por la mañana, luego regresaba y antes de que nos despertáramos todo estaba en marcha. Y nunca vi que perdiera la sonrisa, ni siquiera cuando los huesos le dolían a rabiar y tenía que ayudarse de la muleta para recorrer el camino.

Estos días me he acordado mucho de ella.