Editorial

El drama birmano

La manifestación celebrada en Rangún en apoyo a la Junta birmana constituye una inquietante muestra de cómo los militares pretenden mantener su desafío a la comunidad internacional, que no ha logrado que el régimen frene la brutal represión contra la revolución azafrán. Mientras las autoridades contabilizaban en 120.000 los ciudadanos que les respaldaron en las calles, la disidencia redujo la cifra a 10.000 y denunció las presiones ejercidas sobre la población para que secundara el acto. Una versión que se ajusta a la influencia demostrada por la potente Organización para la Solidaridad y la Unión Nacional, un movimiento que preserva la lealtad hacia la Junta promoviendo la compra de adhesiones. La eventual manipulación del número de manifestantes palidece, no obstante, ante la insistencia del régimen en limitar las consecuencias de la represión a diez muertos y 2.700 detenidos, cuando los discrepantes elevan las víctimas mortales a 200 y duplican el volumen de arrestados; a ellos se han sumado en las últimas horas tres relevantes opositores.

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Mientras las operaciones de castigo ahogan las protestas ciudadanas, la Junta birmana ha advertido de que no permitirá injerencias y se ha ratificado en su proyecto para transitar hacia una imposible democracia disciplinada. Su provocadora actitud ha vuelto a poner evidencia la restringida autoridad de Naciones Unidas, que aunque el jueves deploró enérgicamente la represión, cedió a las presiones de China y Rusia para descafeinar la declaración y eludir el término condena. La cobertura que sigue prestando el Gobierno de Pekín al régimen militar resulta ya tan reprobable como la división en la UE sobre la imposición de sanciones y la incapacidad mostrada por la ONU para amparar a una ciudadanía reiteradamente abandonada por la comunidad internacional.