Con su propio olor
Actualizado:Traje a mi memoria el viejo muelle, el recio noray al que una soga con barba de tres días olía a sal seca y gasoil, las zurcidas redes impregnadas de aire de pescado seco, la grúa untada de sebo desprendiendo esencia de máquina en su quejumbroso rodar; olor a saco de estiba, a traje de guardia civil, a viento fresco de sur... Lo traje fantaseando un poco con mi enervado sentido olfativo porque apareció la semana inundada de algas en la Playita de las Mujeres, invadiendo a Asdrúbal, a Amílcar Barca, de sensación a océano. Después apareció el levante secando los perfumes, puede incluso que dando señales especulativas a mi imaginación; y también apareció un artículo de Rafael Marín, Libros para la ocasión; sus pasajes del «libro de nadie» me retrotrajeron a la Enciclopedia Álvarez que heredé de mi hermano, y me llenaron de orfandad; me acordaba del primer olor del que fui privado, en esa edad en que los sentidos captan afectivamente el mundo (confieso que ya mayorcito compré una réplica de la dichosa Enciclopedia con la pituitaria intención de olisquearla, pero nada me evocó). En bachiller sí estrené libros, no asimilé demasiado de ellos, pero recuerdo que el tren que salía de un punto B a una velocidad constante (lo puedo asegurar), nada tenía que ver con la tabla periódica de elementos, cada uno tenía su propio olor... Les digo más, las oscuras golondrinas huelen distinto al Buscón, y éste distinto a Funes, y éste a la arboleda perdida, y (ya que tengo a la vista el ombligo), hasta el bizco Durán tiene su olor peculiar. No sé cómo influirá un manoseado Educación para la Ciudadanía, pero pa mí que Álvarez me ha llevado a que al entrar en una librería hojee cualquier libro y, como perro en celo, lo huela, intensamente... Sabe Dios si esta conducta obedece a una patología (ni me importa, está claro que soy un tonto de narices).