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Aunque la historia la escriban los vencedores

Galicia está llena de iglesias: románicas, góticas, de principios del siglo XX En muchas de ellas tuve la ocasión de leer listas con nombres y apellidos, talladas en la dura piedra de las fachadas frontales. Javier me explicó que son caídos en la Guerra Civil, en el bando nacional. Me comentó incluso que él tiene un familiar en una de esas iglesias. Es un recuerdo que le emociona. Y lo entiendo. Yo sin embargo no tengo a nadie enterrado en ninguna cuneta, en ninguna carretera de España. Mi abuelo se libró en el último momento del fusilamiento, sobrevivió, y nos acompañó hasta hace pocos años, con su cigarrito en la mano, su libro de Federico García Lorca y su memoria de perdedor republicano. Tuve la suerte de conocerlo, y su imagen ha traspasado sentimentalmente mi particular memoria histórica.

ANA LÓPEZ SEGOVIA
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Hay gente, sin embargo, que tiene un agujero en el alma, una página perdida en el libro de familia del corazón. De un bando, y de otro, que yo no le doy más valor a los muertos según su origen, porque fueron tristes instrumentos de la locura de unos cuantos.

¿Cómo pretender, entonces, cuando apenas han pasado dos generaciones, cuando todavía viven testigos de aquella época, que todo se olvide, que todo esté sano, que las heridas no se abran al más simple roce, con la mínima palabra? No sé qué harán finalmente con esta polémica ley de la memoria histórica. Bueno, sí, la utilizarán políticamente, la traerán y la llevarán, se tirarán los trastos a la cabeza. Pero al menos, sería justo que los familiares pudieran restituir la dignidad de aquellos a los que nadie recuerda en un monumento glorioso, aunque sea con una tumba a la que poder llevar flores. Así como también es de justicia condenar las muertes, todas. Todas. Las de Paracuellos y las de Víznar.