Memoria impertinente
Existe una simetría entre la redacción actual del proyecto de la llamada ley de Memoria Histórica y la canonización de varios centenares de mártires de la guerra civil española, obviamente todos del mismo lado, que tendrá lugar dentro de poco en Roma. En ambos casos, los inspiradores de las iniciativas pretenden sublimar su propia visión de aquel remoto conflicto, condenando de paso al antagonista.
Actualizado: GuardarEn sus orígenes bien intencionados, la ley de Memoria Histórica que llevaba el PSOE en su programa pretendía ser una norma que resarciese a las víctimas de la contienda civil, sin pretensiones hermenéuticas: la historia debía quedar a cargo de los historiadores. De hecho, ni siquiera se mencionaba la guerra en el primer borrador, y mucho menos se emitían juicios de valor que pudieran reintroducir cuñas en el viejo pleito, del que apenas quedan supervivientes pero que dejó una huella indeleble en las siguientes generaciones. Tampoco se pretendía revisar las sentencias de la dictadura: por razones lógicas de seguridad jurídica, y puesto que la Transición no supuso una ruptura abrupta de la legalidad, la reconsideración o no de los juicios del franquismo quedaba en manos del sistema judicial, que hasta ahora ha actuado con un sentido claramente restrictivo.
Sin embargo, aquel sentido originario de la propuesta se ha desvirtuado: la ley en ciernes introduce una condena del franquismo, que, objetivamente, excluye del consenso a uno de los dos bandos de la confrontación. Además, el proyecto declara la ilegitimidad de los juicios franquistas, un concepto inconcreto que generará desorientación y que endosa a los tribunales la responsabilidad de la interpretación de lo que la letra de la ley quiere decir. Esta norma redundante deroga una serie de preceptos represivos del bando nacional durante la guerra y del franquismo, olvidando las leyes de guerra del bando republicano, como si la Constitución de 1978 no hubiera derogado expresamente todas las normas opuestas a ella.
En la práctica, el déficit principal de la ley es la falta de respaldo del primer partido de la oposición. Y en virtud de esta carencia concluirá en que esta ley es una reivindicación de las tesis republicanas frente a las tesis nacionales. No es la definitiva superación del conflicto sino una reapertura innecesaria de la querella. Porque las más de las injusticias derivadas de la dictadura ya fueron resueltas en estos treinta años, sin necesidad de una reviviscencia ideológica de la vieja confrontación.
Con toda evidencia, la búsqueda de los restos humanos de las víctimas aún extraviadas, la retirada de símbolos que pudieran resultar lesivos o injustos, la recuperación del Valle de los Caídos, el resarcimiento de las cuentas de toda índole que puedan estar pendientes, etc., son iniciativas que pudieron prosperar fácilmente sin necesidad de una ley como ésta que engendrará inevitablemente una fractura. No hay que dramatizar porque, por suerte, no resulta siquiera imaginable hoy una confrontación ideológica como la que ocasionó aquella remota tragedia, pero sí es hora de afirmar con frialdad y laconismo que esta norma, planteada en los términos en que ha sido negociada, es impertinente. E incómoda para quienes hemos trabajado intelectual y políticamente por la superación generosa de un drama en el que se escenificó a manera de ensayo general la gran confrontación entre dos grandes totalitarismos del siglo XX.
La canonización colectiva de los mártires es reprobable porque, efectuada masivamente, simplifica a todas luces la naturaleza del conflicto, en el que es maniquea la versión que confronta al bien intrínsecamente puro de las víctimas con el mal radicalmente perverso de los victimarios. Pero resulta descorazonador comprobar que al mismo tiempo los representantes del Estado democrático, racionalista y laico, incurren en el error opuesto. Después de la magnífica Transición, en que los ciudadanos de este país dimos una espectacular lección de madurez intelectual, nuestra Guerra Civil es ya carne de historiadores, que son quienes han de expedir los juicios de valor. Traer de nuevo el conflicto a la plazuela pública, deliberar sobre las perversiones y las miserias humanas de la época, es un torpe designio que sirve bien poco para honrar a los muertos que se sentirían sin duda muy ufanos si supiesen que su sacrificio ha servido para edificar la España actual.