Libros para la ocasión, de Rafael Marín
Ya tenemos en casa los libros de texto gratuitos de nuestros hijos. Los del niño son todavía flamantes y nuevecitos. Los de la niña vienen de segunda mano, aunque al menos sólo han pasado por otro alumno antes que ella. Nos hemos ahorrado una pasta, sí. Pero como ya habíamos imaginado la cosa tiene sus puntos incómodos, tanto a nivel educativo como meramente afectivo. Y tal como está hoy el patio de lo impreso y la lectura (¿las librerías devuelven a las editoriales uno de cada tres libros que se publican!), parte importante de la educación de nuestros pasa por inculcarles el amor a ese objeto al que algunos parece que se acercan con el mismo estupor que los simios aquellos hacia el monolito de 2001.
Actualizado: GuardarPor lo pronto, más que algo que tendrán que transportar varias veces (¿y mira que pesan!), abrir, cerrar, leer, (y, sí, también estudiar), parece que nos han regalado una figurita de cristal de bohemia. Libros de mírame y no me toques: cuidado, hijo, donde lo dejas. Ese libro, que no se quede olvidado en el rincón de la mesa. ¿Cómo puedes estar tomándote el colacao del desayuno con todo el montón de libros al lado? ¿Y si se te derrama como se te suele derramar el vaso de agua en cada comida? Que no se le doble la portada. Que no se te descuajaringuen las páginas. Ojito con los picos de las páginas. Y, por supuesto, nada de anotar en los márgenes, ni de subrayar lo que los profes dicen que es más importante. ¿Se acabaron para siempre los tiempos en que los alumnos aliviaban el tedio garabateando en los textos!
Les confieso que vivo sin vivir en mí, cuidando más que a mis libros propios los libros que nos han dejado en herencia por un curso. Como uno ve la corrida desde los dos lados de la barrera, también escucha las quejas del profesorado, la incongruencia de tener que explicar una asignatura «de codos» sin poder ir avisándole a los chavales que subrayen tal o cual cosa o que anotan tal o cual ampliación, o incluso que corrijan algún error impreso, que siempre los hay. Los chavales tienen que estar atentos a lo que se les explica, y luego volverse locos haciendo resumes en casa. Van a desarrollar, más que la memoria, la mala letra. Hasta que alguien (sí, será un profe) se de cuenta de que el sistema está abocado al desastre y acabe por dedicar su cada vez más comprometido tiempo libre a escribir los resúmenes y los esquemas él mismo y entregarlos como fotocopias de apuntes.
El otro handicap es que los niños, de esta manera, siempre verán el libro como algo ajeno a su formación: eso que se desprende en el camino, como la piel de una serpiente o un zapato que les hace fugazmente el avío mientras les crecen los pies (¿y lo rápido que les crecen!). Muchos de nuestros hijos jamás vivirán esa emoción de abrir un libro nuevo y hojearlo y asombrarse y agobiarse por todo aquello que, flamante, se les abrirá para el futuro. Ni tendrán nunca el equivalente, al abrir un libro años después, a la madalena de Proust, ni reconocerán en sus páginas dibujitos, iniciales y corazones, ni rememorarán momentos de agobio ante los exámenes, ni celebrarán sus triunfos escolares. Cuando, desde cursos superiores, necesiten consultar aquello que tan clarito se explicaba en el libro de años anteriores, no podrán recurrir a ellos, porque esos libros ya pertenecerán a otra niña o a otro niño, y será una cosa vieja, desgastada por el uso, el abuso y el mal uso. Cuando les toque un libro viejo, achacarán a su aspecto, y a sus anteriores dueños, que no quede ya en ellos ese polvillo de hada que se les pegará a los dedos y los atraerá hacia su contenido. Nos salen gratis, dicen. Ya. Pero hecha la ley, hecha la trampa, o a ver si nos creíamos que las editoriales son tontas. A cada libro, ahora, les acompaña un cuaderno donde sí que pueden escribir, y subrayar, y anotar. Y que hay que pagar porque no entra dentro de la famosa gratuidad.
Y ojito, que ahora en las academias de idiomas se han puesto las pilas y si usted matricula al niño o la niña esperando que algún día puedan colocarse como traductores jurados del político incapaz de chapurrear el lenguaje guiri de turno, tendrá que pagar los correspondientes libros aparte, convirtiendo lo que en principio usted quiso como una ayuda en otra carga más, matrícula y mensualidades aparte. Y, por lo que me han costado los de mis hijos, ni que estuvieran impresos con tinta de oro puro.