Cambios profundos
La evolución de la sociedad ha propiciado que en 25 años los españoles hayan pasado de vivir el matrimonio como un vínculo poco menos que indisoluble a percibirlo como un compromiso que puede ser temporal. La promulgación de la Ley del Divorcio de 1981, que homologó la normativa civil española con la de nuestro entorno europeo, y la reforma introducida en 2005, que posibilita la disolución inmediata del vínculo sin previa separación, son a la vez resultado de ese cambio y factores que contribuyen al mismo. La concepción sacramental del matrimonio, su preeminencia en el proyecto de vida como si se tratara de una meta determinante para certificar el éxito personal, ha dado paso, gracias también a la legislación vigente, a la vivencia de un acuerdo libre sujeto a la satisfacción de las expectativas que se hayan depositado en él. Ello sin olvidar la aparición de actitudes rayanas en la frivolidad que limitan la vigencia de la convención social al momento pasional. De la misma forma que hace un cuarto de siglo la Ley del Divorcio liberó la presión que soportaban muchos matrimonios que ya estaban separados o rotos, la agilización de su tramitación ha contribuido a que España se haya situado este último año como el país europeo con más divorcios en relación a su población. Posición favorecida también por el grado de independencia económica que ha logrado la mujer debido al incremento de la tasa de actividad femenina. Una legislación que posibilita la disolución del matrimonio por mutuo acuerdo tiende a que la instancia judicial se limite a la ratificación del convenio regulador. En este sentido, el incremento de la litigiosidad, incluso después de dictar sentencia de divorcio, puede ser una expresión más de que la ruptura formal del matrimonio refleja en muchas ocasiones un acusado inconformismo y una demanda de derechos y márgenes de actuación que contrasta con el quebranto económico y la inestabilidad que conlleva.
Actualizado:Tanto la vigente legislación como la jurisprudencia optan por preservar los intereses de aquellos a los que un proceso de divorcio les empuja a la posición más débil; a los hijos del matrimonio y, hasta la fecha, a las mujeres que por lo general unen a su intensa dedicación a los primeros mayores dificultades para acceder o mantenerse en el mercado de trabajo y, en todo caso, menores ingresos. Es cierto que la continuidad de los hijos en la vivienda familiar, como condición que procura su estabilidad, empuja al cónyuge que sale de ella a situaciones de precariedad. Pero frente a la legítima y comprensible reivindicación que formulan las asociaciones de divorciados, y que puede ser aplicable caso por caso, estadísticamente parece demostrado que la pérdida material que ello implica tiende a compensarse con la estabilidad en el empleo y los ingresos de que dispone quien pierde el usufructo del domicilio. Pero también por las dificultades que encuentra quien se queda con la guarda y custodia de los hijos a la hora de rehacer su vida afectiva y social.