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EL COMENTARIO

La pérdida de la memoria, de Antonio Papell

Estamos asistiendo a una paradoja historicista: en tanto está madurando en el Parlamento una denominada ley de la Memoria Histórica, este país vive las consecuencias ambiguas, ambivalentes, de una gran renovación generacional que ha supuesto una lógica pérdida paulatina de la memoria de los hitos fundacionales del régimen político y una negativa relativización de los grandes referentes ideológicos sobre los que se ha edificado nuestro sistema de convivencia.

ANTONIO PAPELL
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La ley de la Memoria Histórica, que finalmente surgirá según parece sin el apoyo del PP ni de ERC, pretende no fijar jurídicamente una interpretación determinada de nuestra historia sino cerrar físicamente las heridas todavía abiertas. Habrá que valorar, cuando ya se disponga de una mínima perspectiva, si esta norma consigue realmente superar los viejos conflictos, como afirman sus patrocinadores, o más bien reabre antiguas querellas ya a punto de cicatrizar. De cualquier modo, la pérdida de la memoria que hoy nos afecta es de otra índole, y hace referencia a los valores de la transición.

Efectivamente, quienes condujeron materialmente el proceso de cambio político al producirse la desaparición biológica de la dictadura pertenecían a una generación cuya principal obsesión era impedir la reproducción de una guerra civil como la que nos había acarreado la gravísima irregularidad histórica que venía de vivir este país. Además, aquel designio debía hacerse sobre algunas bases firmes que proporcionarían la materia del cambio: la reconciliación entre españoles, con el consiguiente olvido del pasado; la satisfacción de las legítimas aspiraciones centrífugas de ciertos territorios, cuyas reclamaciones empezaron a ser atendidas por la República para frustrarse poco después; la incorporación de España a Europa, no sólo institucionalmente sino también intelectualmente.

Sobre estos tres grandes pilares se construyó trabajosamente la Constitución, mediante un generoso consenso, un método excepcional que asimismo provenía de la necesidad, ampliamente sentida, de iniciar la gran aventura de la modernización de España sobre una fecunda unanimidad originaria. En esta excepcionalidad radica probablemente la magnificencia de nuestra Carta Magna, surgida de la decantación histórica de una generación dotada de excepcional sensibilidad.

Pero el tiempo ha pasado. Y como acaba de decir Felipe González para excusar su presencia de los actos de celebración del 28-O, «de casi todo hace ahora veinticinco o treinta años». El país está en manos de nuevos personajes que ya no fueron protagonistas directos de aquella gesta, ni mucho menos guardan memoria personal de las oscuridades del régimen anterior. Junto a ellos, ha surgido también una segunda generación de nacionalistas que se ha educado políticamente en un «Estado de las Autonomías» y en plena libertad, y que no considera un gran logro el ejercicio del autogobierno sino apenas un paso hacia otros designios mucho más rotundos que están implícitos en su propia condición. Como era por otra parte previsible, se ha producido una decantación de los valores constitucionales, e incluso de las predisposiciones psicológicas colectivas que provinieron del cambio de régimen y de la memoria concreta del franquismo y que desempeñaron un papel importante en la génesis del sistema actual. Había de ser así forzosamente porque el paso de las generaciones es inexorable y porque el mundo avanza a pasos agigantados, también por caminos inéditos. Pero probablemente la construcción de un futuro moderno, acorde con sus tiempos, no deba suponer la pérdida de los valores originarios.

En esta legislatura que concluye, hemos visto, en concreto, cómo han saltado por los aires todos los consensos que sobrevivieron hasta aquí: en política exterior, en política territorial, en política antiterrorista, materias todas ellas que quizá deberían seguir siendo excluidas del debate partidario. No hay razón para hacer catastrofismo, pero quizá fuera al menos conveniente un ejercicio de memoria y de voluntad para reconsiderar estos disensos abruptos, que quizá resulten ser más la consecuencia de una patología que el resultado de una sedimentación natural.