Mar adentro | Tres eran tres, de Juan José Téllez
Cierto es que tenemos los triglicéridos de los localismos por las nubes. Chipiona y Rota lían la gresca por un cachito de Costa Ballena en vez de disputarse panderos y pandorgas, las olas de Rocío Jurado o los versos de Felipe Benítez. El fútbol, desde luego, constituye toda una división acorazada que destruye sistemáticamente la unidad de este añejo territorio, como si fueran los panzer de Hitler entrando en Polonia, con su larga ración de fanatismo, banderines y bufandas. Sin salir del PSOE, alcaldes y concejales se disputan las mancomunidades con el mismo denuedo que el Cid Campeador tomaba con sus mesnadas fortalezas fronterizas. ¿Lo que sigue costándole a algunos chiítas que los muertos de Cádiz descansen finalmente en Chiclana! Qué energía ponemos en estos de las tribus: el Ibarretxe que todos guardamos dentro querría convocar referenda de autodeterminación por cada barrio, por cada calle, por cada patio, por cada tramo de escalera.
Actualizado: GuardarNo hay fatiga para contabilizar el número de trasatlánticos y el de turistas que visitaron nuestros puertos, el número de teus que pesaron los contenedores, la cantidad de peces desembarcados en lonjas, los kilos de uvas que deparó la vendimia. Ahí estamos, sin prisa pero sin pausa, todos los gaditanos como uno solo.
¿Quién dijo que Cádiz perdió la fuerza como una gaseosa abierta desde hace tres mil años? Ahí estuvimos como un puño, defendiendo al sector naval y a la plantilla Delphi, despidiendo al Juan Sebastián Elcano cada vuelta al mundo, vitoreando a los triunfadores del Falla y solidarizándonos con las víctimas del cajonazo. Nos echamos a la calle contra la guerra y el terror, rodeamos a los narcotraficantes y terminamos denunciando ante el tribunal de las urnas a casi todos los mangantes. Contra todas las injusticias, el Cádiz del maquis y de Casas Viejas fue capaz de cortar el Puente Carranza cuando hiciera falta pero su voz antigua sigue manteniendo el quejío aunque sea por alegrías.
Echamos a volar los molinos de viento, abrimos granjas de cocodrilo, nos dejamos la piel en Ubrique hasta que llegaron la globalización mercantilista y las deslocalizaciones del nuevo esclavismo. Apoyamos a los saharauis y a los cubanos, a pesar de que nuestro reino terminase en Cortadura, en el Río San Pedro, en El Cuervo, en Sotogrande o en Doña Blanca. Por eso no lo entiendo, por eso no lo entiendo.
Con esa generosidad de siglos, con esa altura de miras, con ese empeño colectivo que se faja en Castellón y que ruge en los graderíos, ¿cómo permitimos que las autoridades tiren la toalla mientras siguen faltando tres de los nuestros en el cementerio marino del Estrecho? ¿Por qué no nos plantamos ante la Capitanía de Cádiz o el juzgado de Algeciras para exigir, al menos, que los buzos de San Juan de Aznalfarache puedan sumergirse a buscar a los últimos tres desaparecidos del Nuevo Pepita Aurora? Quizá no valga para nada, también es cierto. Pero lo mismo sirve para secar aunque sea una sola lágrima del rostro de sus familias.