Ni bandera de esplendor
Hay algo peligroso en las declaraciones de Anasagasti sobre el papel de la monarquía y no es el contenido de las mismas, sino el foro donde sus afirmaciones han tenido repercusión, y donde no hay día en que repitan hasta la saciedad lo de los nombres euskaldunos, lo del nuevo Bribón, lo del bikini blanco y todas esas cosas más propias de porteras y chismosas que de un senador al que se suponen han elegido sus votantes de forma democrática para que les represente y no para que comparta titulares con Borja Thyssen y los frikis de Gran Hermano.
Actualizado:Lo peligroso no es que se cuestione o no la conveniencia de la monarquía en España, algo que tampoco es razonable desde el momento en que la Constitución de 1978 -que, creo recordar, también se votó de forma democrática- así la impone, lo peligroso es que estos discursos salgan de las salas parlamentarias y se instalen en la salita o en la puerta del colegio. Ningún discurso me parece más antiguo que el que cuestiona la imagen de la monarquía a estas alturas. Quizá porque nuestra historia no ha sido más que la obsesión por ir echando Borbones, uno tras otro. Unos por más, otros por menos, unos por unas cosas y otros por otras como los curas del pueblo de mi madre, que no duraban más de un año antes de que se les levantara una calumnia y tuvieran que recoger los paños del altar e irse con la misa a otra parte.
Hay símbolos que construyen el imaginario colectivo y sirven de red cuando la cuerda floja se tambalea. Nosotros lo sabemos porque el amarillo es así, que la bandera del Cádiz lo mismo nos vale en la torre Eiffel que en el balcón de la cocina, que nos anticipa el apretón de manos en los sitios más insospechados. La Corona, la bandera, son los lugares comunes donde deberíamos reconocernos. Lo peligroso es que, a estas alturas, y con tanto debate de casapuerta, no nos reconoce ni la madre que nos parió