opinión

Ese unicornio azul

adolfo vigo del pino
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Una semana, bueno, ni siquiera ha llegado a la semana. Ese es el tiempo que han tardado en recomponerse nuestras almas tras la muerte de Aylan. Si la semana pasada terminaba mi artículo preguntándome cuánto tardaríamos en reponernos a la imagen del pequeño ahogado, ya tengo la respuesta.

Poco tiempo hemos tardado en volver a perder ese unicornio azul de la canción de Silvio Rodríguez. Ese unicornio con el que tanto juega mi amiga Paula Calvillo, y que bien podría simbolizar nuestra inocencia, nuestra conciencia, o simplemente, nuestros sentimientos. Esa misma inocencia que en la mayor parte de nuestra existencia la perdemos y solo en contadas ocasiones vuelve para hacerse presente en nuestras vidas y que nos abofetea con la dura realidad.

Ese unicornio al que pretendemos domar para que baile a nuestro antojo, sin ser conscientes de que por más que lo pretendamos siempre será un animal noble y puro, que preferirá abandonarnos a nuestra suerte, nuestra maldita suerte, antes de convivir con nuestros más bajos instintos.

Una semana ha sido suficiente para equipararnos nuevamente con la coraza que nos da el sentirnos alejados de las desgracias de los demás, sobre todo si esos viven de puertas para fuera de nuestro primer mundo. En volver a enmudecer ante las tragedias de otras personas que en el fondo son totalmente ajenas a nosotros. Cosa por otro lado que tampoco ha de sorprender, ya que si somos capaces de volver la cara a la tragedia que nos asalta a la cara cuando salimos a las calles de nuestra ciudad, qué no seremos capaces de hacer con estas que se encuentran a miles de kilómetros.

No ha tardado mucho en plantearse la polémica de si el niño fue movido y colocado en la orilla para poder hacer la foto más conmovedora. Si hay más niños aparte de Aylan que mueren ahogados en estas travesías o en el origen del conflicto a manos de los bárbaros del Estado Islámico. Y lo que no se dan cuentan estas personas es que este niño sirio, este pequeño, representa a todos esos niños muertos, sacrificados, asesinados en cualquier parte del mundo sin motivos, sin importar su condición religiosa, su raza o su etnia, y debido a la locura, a la enajenación de los adultos que no sabemos solucionar los problemas sin que haya víctimas inocentes por el camino.

Lo que hace unos días era un grito unánime de solidaridad con el pueblo sirio, hoy, poco a poco, se está volviendo un susurro callado. De las exigencias de abrir las puertas de par en par a los refugiados, se ha pasado a aceptar entre dientes que se entorne la puerta de nuestras fronteras para que no se cuelen más de los necesarios, no vayan a colarse también los terroristas. Y es que, a fin de cuentas, somos muy de partirnos muy pronto por el prójimo hasta que se nos pasa la euforia, el ‘calentón’, que diríamos por aquí, y se nos templa la solidaridad y empezamos a sacar de nuevo nuestros prejuicios ideológicos, raciales, y por encima de todos, estúpidos.

Y es que como dijo el filosofo Thomas Hobbes, el hombre no es más que un lobo para el hombre, y en ocasiones hasta los lobos tienen más corazón que los propios humanos. El ser humano no es más que un animal cruel y egoísta con su semejante, al que no le importa el sufrimiento del prójimo, salvo para sacar algún provecho.

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