#YosoyPetraLazslo
Actualizado:Petra Lazslo se llama la suripanta que, a la vez que grababa el drama de los refugiados en los campos de Hungría, derribaba a zancadillas a los padres con bebés en brazos. También pateaba niños asustados que ahora huyen de policías antidisturbios y, antes, del yijadismo y de la guerra. Bolsas de plástico, lloros, mocos, desarraigo y patadas. La rubísima Lazslo debería dar gracias a Dios porque, además de hacerla sabandija, le dio cara de sabandija. O de yunque, que ahí anda, entre los dos fenotipos. Ahora la quieren meter en la cárcel, pero el mundo tiene que agradecerle algo: ha ensanchado los límites del odio y ha llenado de significado los peores insultos por imaginar. Habrá que inventar palabras nuevas para ese infierno occidental –en Oriente el surtido de atrocidades resulta asombroso– que se dedica a golpear refugiados, que viene a ser como disparar a las ambulancias. El legado lingüístico de la reportera es innegable: durante años, millones de personas que pronuncien ‘miserable’ sabrán con precisión cartesiana a qué se están refiriendo.
La primera prueba en su contra era la mascarilla que llevaba en la boca, se supone que para no contagiarse de aquella chusma huidiza. Un periodista con mascarilla es tan sospechoso como un monje con una metralleta, pero en todo hasta en esto, cabía la duda. En una primera imagen aparecía derribando a un padre con su hijo y la gente se preguntó entonces si lo hacía por placer o por obtener el plano de una escena más dantesca. Martín Caparrós habló de que quizás había encontrado la manera de «unir lo útil y lo agradable». Después la vieron chutando refugiados y despejó las dudas como si Casillas despeja los córner. Usted se dijo: «No puede ser». Y era.
Petra Lazslo, que no teme encasillarse en el papel de mala, es una extensión de una pila de indeseables que puebla las ciudades de todo el mundo. En realidad, cuando la gente dice #Yosoyrefugiado, muchos podrían escribir #yosoyPetraLazslo. Las hay a patadas, siempre en la discreta primera línea del horror, poniendo zancadillas como sibilinas embajadas del mal. Un ejemplo son mis Petras preferidas de Madrid, que abundan entre las ‘mamis’ de marido con puestazo, falda de pádel y coche de alta gama. Conducir mal no es patrimonio femenino, pero algunas de estas son nazis de bolsillo. Si te cruzas con ellas y el coche es un todoterreno o todocamino de alta gama blanco, date por muerto. Circulando en bici aprendes a reconocer un psicópata por cómo le suena el turbo. Cuando las conoces, te preguntas cómo es posible que te arranquen las pegatinas de una bicicleta con sillita de bebé a 70 por hora en un embudo de tres metros de ancho por adelantarte a cualquier precio. «No puede ser», te dices de nuevo. Y sí, es. No estamos tan lejos de Hungría.
Todo, hasta esto, se puede comprender. Lazslo estaba pasando el domingo libre en un puñetero campo de Röszke grabando cómo corrían esos muertos de hambre y los pobres se ponen horrorosos cuando lloran. La otra se ha comprado un coche «que sea alto para estar más segura» y poder llegar al outlet del centro comercial como si condujera un tanque Panzer, y se ha gastado una pasta, demasiada como para que un piojoso como servidor se circule delante con su bici de 200 euros. Por eso adelantan y patean. Porque sí, porque odian.