Todos fuimos extranjeros

Torcer la cara, no mirar, creerse al margen, pretender que no va con nosotros…, lejos de arreglar el desastre humanitario, lo acrecienta

Bieito Rubido

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El drama de los refugiados es la mayor evidencia de que vivimos instalados en el cinismo. No pretendo incomodar al lector. Tampoco voy a presentarme como esos virtuosos de doble moral que dicen una cosa y hacen otra. En este asunto también soy pecador y no sé muy bien de qué manera uno puede cumplir de verdad el propósito de enmienda. En todo caso, torcer la cara, no mirar, creerse al margen, pretender que no va con nosotros…, lejos de arreglar el desastre humanitario, lo acrecienta. Retrasar lo inevitable solo nos lleva al desastre. Por el globo terráqueo se mueven cada año ocho millones de personas que buscan un horizonte nuevo, a pesar de que el idioma de su infancia les retiene por momento en sus raíces. Hay, sin embargo, una fuerza irrefrenable que salta vallas, muros, montañas y océanos. Oponerse a eso es sencillamente estéril. A quienes vivimos acomodados nos atenaza el egoísmo y el miedo al extranjero. Sin embargo, alguna vez, todos fuimos extranjeros. Como escribió Julio Camba en este mismo periódico: «La emigración es buena, y eso es lo malo».

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