Sociedad
Una cruzada de amor contra la violencia en La Palmilla de Málaga
El colegio de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia lleva rescatando niños de la calle desde 1973 en uno de los barrios más deprimidos de Andalucía
María Victoria Robles recibe a los niños cada mañana con una sonrisa. El martes, sobre las 10.30 horas, llega una madre con una pequeña de tres años al colegio de las Misioneras Cruzadas de la Iglesia de La Palmilla en Málaga. «Cariño, ¿has desayunado?» , dice esta angelical administrativa con una sonrisa, mientras la madre esgrime razones para justificar el retraso. La lleva a desayunar antes de ir a clase. La prioridad no es la lección, sino su bienestar dentro de una sociedad que es una trituradora de sueños. La Palmilla es uno de los barrios más deprimidos y violentos de Andalucía, pero en ella hay abierta una «cruzada de amor» desde 1973 –misión de Santa Ignacia March, fundadora de la congregación– para rescatar almas a las que robaron la inocencia en edades tempranas.
Hay familias con vidas entregadas al crimen y otras que viven en el umbral de la miseria. Es el colegio el que le compra el jabón para poder lavar a los niños. Madres que piden ayuda para quitar los «bichitos» a sus hijos, porque no tienen pañales o una crema y, como lo hacen a mano, vuelven a salir. «Nuestra misión es elevar la dignidad de las personas, pero lo triste es que quien lo consigue se va» , lamenta la hermana Dolores, fundadora del colegio con el mayor número de estudiantes en exclusión social de Andalucía. «Hay que ser profeta y, a veces, levantando la voz», afirma la hermana Suyapa, que es directora general del centro donde trabajan cuatro hermanas, 26 profesores, siete administrativos y trece educadores de programas extraescolares.
En uno de los pasillos, un chico está junto a la puerta de su clase. Está castigado por la maestra. Pesa sobre el niño de Primaria aquella noche que tuvo que huir de su casa porque su familia fue desterrada e iban a ser linchados. Esa marca la tiene grabada en lo más profundo. Al igual que aquel que se abraza al maestro en Infantil. «Es uno de los 180 alumnos en el comedor en exclusión social . El año pasado la Policía entró en su casa en una redada para detener a su padre y estaba presente», relata José Miguel Santos, director del colegio, siempre en constante reinvención con dos pilares fijos para educar a los chicos: «Hay que ponerles límites y darles cariño» .
Por la mañana uno de los chicos ha entrado muy nervioso porque ha visto a su abuelo sangrar. «Es la figura paterna que tiene, porque su padre murió de sobredosis» , narra Santos, quien también acude a sofocar un conato de pelea entre dos alumnos. Pertenecen a los clanes que se tirotearon la semana pasada y que mataron a un vecino con una bala perdida. El profesor les explica que no son disputas para resolverse en un centro educativo, que acoge a menores desde los tres a los 16 años criados en un entorno de violencia regido por las leyes gitanas. Un barrio donde en muchos casos gana el absentismo escolar , como pasó con Rosita, que a falta de tres meses para acabar el colegio se «pidió» –comprometió– y dejó los estudios.
Para salvar a los chicos se les da una formación, pero también se trabaja en aportar una serie de valores, un programa para gestionar las emociones y mecanismos para desarrollar las habilidades sociales. «Una niña me dijo que su madre había robado un peluche y le tuve que explicar que eso no estaba bien», asegura Paola Caicedo, profesora de Infantil. Aunque una de las partes más importantes es enseñarles a controlar sus emociones . «Lo primero es que sepan qué sienten, si miedo, rabia, ira… Deben identificarlas para poder gestionarlas. Eso conlleva estar con los chavales horas, conocerlos bien y que confíen en el maestro», explica Carlos Fernández, uno de los encargados de este programa de gestión de emociones.
El colegio trata de tener los recursos más punteros. «Necesitamos tener lo mejor para poder triunfar y, aun así, sabemos que en la mayoría de los casos vamos a fracasar, pero ese afán por ayudar a los niños es nuestra fe », abunda José Miguel Santos, que muestra los programas educativos de inglés, habla del concierto con Selwo Marina para ciencias y del programa de talento flamenco para que los menores del barrio tengan una guía profesional en el conservatorio. También los talleres de radio, de los cuentos para la ONU en colaboración con el dibujante Idígoras, de los sábados de trabajos comunitarios para reformar el colegio y de los cortos que realizan sus alumnos sobre aquello que les afecta.
Formas de expresar lo que sienten y de amarrarlos a una realidad que salga de la violencia callejera o de los negocios turbios a los que los inducen en ocasiones las propias familias. «Hubo un padre que me dijo que estaba bien que el niño aprendiera inglés, porque lo ayudaba con los negocios con los nigerianos», recuerda el director del colegio, que lamenta como, en ocasiones, ha tenido que ir a ver a estudiantes de aquí a la cárcel . «Esperando dí tres tutorías a madres de alumnos del colegio», rememora Santos.
Sin embargo, no está todo perdido y en el propio colegio hay ejemplos de que un futuro alejado de la realidad social de La Palmilla es posible. Ana Belén Núñez es una de las profesoras que lucha a diario con los problemas del barrio. Creció en la siempre caliente Plaza de los Verdiales , territorio de los clanes que dominan la zona. Estudió en el colegio, hasta que se marchó al instituto y luego a la universidad. Por las tardes, Ana Belén era catequista en el centro para los pequeños del barrio y cuando acabó la carrera comenzó a trabajar.
« Sigue habiendo una carencia cultural, pero el problema es que ahora hay más violencia y eso lo notamos en los niños. A los escolares y a las familias hay que ponerles límites y enseñarles a tratar a la gente con respeto», explica esta maestra, que ya no vive en La Palmilla, como muchas familias protagonistas de un exilio involuntario por la actividad violenta de los clanes dominantes.