Rafael Ruiz - CRÓNICAS DE PEGOLAND
Eso hay que verlo
¿Quitar las diputaciones? Con perdón, desconfíen del propósito político
Desde el marqués de Bradomín anda este país preguntándose para qué sirven las diputaciones, ese cuerpo administrativo que, efectivamente, es el octavo pasajero -o sea, un alien- de lo que constitucionalmente es un estado de las autonomías. Formalmente, fueron las instituciones provinciales las que crearon lo que ahora llamamos gobiernos autonómicos con el propósito final de fusionarse. La convivencia con las entidades salidas de la Constitución de Cádiz, y posteriormente de la reforma de Javier de Burgos, tuvo sus más y sus menos hasta que la partitocracia sentó sus reales. Plácido Fernández Viagas tuvo que pedir que la bandera de Andalucía ondease en el Palacio de la Merced durante su primera visita oficial a Córdoba. El entonces presidente de la Diputación, Santaolalla de Lacalle, dijo que vale pero si además estaban también la española y el pendón morado local. Nunca una administración -ese reflejo del localismo nuestro- se resistió tanto a que la mataran.
El primer Estatuto de Autonomía decía que la representación del Gobierno andaluz en las provincias eran las diputaciones. Pero luego llegó el PSOE y dijo que tampoco había que ser tan austeros, narices, con lo que el afamado texto legal se quedó en bonito pisapapeles para enseñar a las visitas. La conclusión, de todos conocida, es que aquí tenemos todo triple. La Junta desplegó sus terminales territoriales -sus consejeritos, sus directorcitos generales, sus embajaditas-, como lo hizo la Generalitat en Cataluña una vez que Pujol se desembarazó del plan Tarradellas que, desde la Diputación de Barcelona, quiso integrar -sin éxito- a estas instituciones en la nueva realidad política sin duplicar presupuesto. Y lo mismo en todas partes en este país donde parece que el dinero crece en los naranjos.
Desde entonces, el bicho no ha hecho sino crecer. Solo en Córdoba son 1.200 trabajadores, unos 60.000 en toda España. Unos 23.000 millones de presupuesto global, perfectamente justificados unos en materias como los servicios que los municipios no pueden prestar. Absolutamente disparatados otros. Los males, de todos conocidos. El caciquismo más rancio y viejo. Una identificación hasta lo grosero entre el partido que gobierna -allá cada cual a quién aguanta- y el dinero público. Cientos, miles, de honrados funcionarios y cientos, miles, de enchufados que se dedican a tocarse las bolas con cargo al erario.
El pacto virtual de los guapos más guapos del barrio-que seguramente no han pisado una diputación en su puñetera vida- ha tomado la vía más española posible. En vez de poner en la calle a los enchufados aprovechando lo bueno y útil, dicen que suprimirán vía reforma constitucional las diputaciones todas. En vez de descartar lo malo y quedarse con lo mejor -los servicios mancomunados-, el movimiento es crear consejillos de alcaldes. Cambiar, pues, la placa de la puerta.
Suprimir diputaciones. Suena hasta bonito. Disculpen. No me creo una palabra.