Luis Miranda - Verso Suelto

Veladores a gusto

Están llenos porque a la gente le chifla tomarse la cervecita y mirar con sarcasmo el estrecho pasillo de los peatones

Cualquier palabra que se diga contra el descarado crecimiento de los veladores en las calles, por mucha razón que lleve, chocará con una verdad incontestable: las mesas en la calle están llenas de gente que paga gustosa la consumición, casi siempre a un precio más caro por estar allí. Aquí no hay ni demanda inflada por la Administración ni publicidad engañosa: a la gente le chifla tomarse la cervecita el dulce sol de Córdoba y si se para a mirar las colas de gente aborregada que discurre por el estrecho pasillo en que dejan las mesas en las calles estrechas, será para pintar una sonrisa sarcástica. La calle es de quien tiene para tapear en ella.

Hoy nadie parece acordarse de que en los años 90 los coches embotellaban la plaza de Las Tendillas y hasta bien entrado el siglo XXI incluso cruzaban el viejo Puente Romano. Llegaron las pilonas, el tráfico se fue expulsando como un pariente que da un poco de vergüenza y al quedar las calles libres parecía que nadie era capaz de recordar qué se hacía cuando todavía no había humos, cláxones ni semáforos. Lo que se perdió en las emisiones tóxicas de los tubos de escape se ganó en el dudoso gusto de las pizarras, las sombrillas y la sensación de que el espacio que antes era de los coches es ahora la sala VIP de un restaurante.

La Corredera lo cuenta como ningún otro lugar. La vieja plaza mayor, a la que la ciudad lleva maltratando desde el siglo XIX por la pura erosión de la ignorancia, tenía que haber renacido en 1999 como lo que es, el testigo de la mejor historia de Córdoba, limpia de cateteces y sin alguna intervención dantesca, como si no hubiera sido nunca uno de esos cuadros que están en los desvanes porque los repintes se los han cargado tanto que ya nadie es capaz de apreciar la firma ilustre que se esconde detrás de las restauraciones bárbaras.

La alegría duró muy poco, porque esa plaza que aventaja en antigüedad a todas las de su género en España, no quiso ser como las de Madrid o Salamanca, y al poco el espacio vacío se empezó a llenar de mesas, cada una de su padre y de su madre, y en los días de viento es un muestrario de servilletas aceitosas. Lo que podría ser un café o un helado disfrutando del sol de la tarde dorando el color rojo de los arcos tenía el aire industrial y adocenado de la oficina de «El apartamento», y el comensal que ahora se sienta a tomar una especialidad impostada, si tiene algo en la cabeza se siente tan engañado como Jack Lemmon. Tal vez habría cambiado algo si el Ayuntamiento se hubiera trasladado allí, como quiso el PP, pero algo es seguro: si aquella plaza funcionó como lugar de encuentro y ya no lo es ni nadie lo fomenta; si ya no hay toros, si tampoco (gracias a Dios) autos de fe y mucho menos mercado, y no se ponen tiendas bonitas en sus locales, alguien debió de caer en la cuenta de que podía servir para algo más que para escuchar las horas con la música de Vicente Amigo.

Ahora parece que se alumbra un acuerdo para los veladores y muchos se temen con razón si habrá que crear un cuerpo de inspectores para terminar con una picaresca que no deja de comprenderse si se piensa en lo que el Ayuntamiento que tiene que ordenar cobra por las mesas, pero por encima del disfrute evidente de quien cena en la calle o del que desayuna con cigarrito, y también más allá del cabreo del que pasa por la acera sorteando camareros, queda la sensación de que la gente ya sólo disfruta de las calles en los bares.

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