José Javier Amorós - PASAR EL RATO
Vanidad de vanidades
Ser alcalde no es nigún triunfo, es un oficio. Porque los triunfos se exhiben y los oficios se ejercen
El humilde Monedero dice que el principal defecto de su amigo Pablo Iglesias es la soberbia intelectual. ¿Y de qué otra materia está hecha la soberbia, un enaltecimiento de la inteligencia propia? Es el primero de los capitales, y hace nido en algunas lumbreras. Para la soberbia se necesita una magnitud de cerebro que no cabe en el pequeño Iglesias. Soberbio era Nietzsche, porque podía serlo. «Por qué soy tan sabio. Por qué soy tan inteligente. Por qué escribo tan buenos libros. Por qué soy un destino». Así tituló el genio alemán los capítulos de su «Ecce Homo».
A Pablo Iglesias, un hombre dotado para la política, sus capacidades sólo le alcanzan para la vanidad, que es una soberbia de clase media de la cabeza. La lista de pecados capitales ni siquiera la toma en consideración. La soberbia es una exaltación de sí para sí, mientras que la vanidad es una exaltación de sí para los otros, no tiene el fin en ella misma. En los defectos es fácil equivocarse de categoría, y tendemos a sobrevalorarnos. Tampoco hay que confundir la lujuria con la verriondez, la ira con el mal carácter, la gula con el sobrepeso y la pereza con la función pública. Iglesias es una repetición de Karl Marx como farsa.
También el alcalde de Cádiz quiere pasar a la historia por su soberbia. Pero un hombre al que se conoce en toda España como Kichi, debe conformarse con un defecto de menos nivel. En un reciente Pleno del Ayuntamiento que preside, se enfrentó con dureza al representante socialista, arrojándole dos argumentos que debieron de parecerle definitivos: «Yo tengo una carrera, y usted, ninguna» y «diríjase a mí con respeto, que soy su alcalde». Da pereza explicarle al alcalde para qué sirve un título universitario. Si viviera Umbral, que no tenía carrera, se lo explicaría. En cuanto a lo de «yo soy su alcalde», eso habría que verlo. Y vamos a verlo.
Usted es el alcalde de Cádiz, no el del concejal socialista. Ha sido elegido para dirigir el gobierno municipal, que no es poco, pero no la vida de los ciudadanos de Cádiz. Mediante el gobierno de la ciudad, usted sirve a sus habitantes. No los posee. La dignidad de alcalde es respetable en sí misma, porque así lo hemos convenido entre todos, para no volver a la selva, donde están los titiriteros de Carmena; pero quien la ostenta eventualmente puede no serlo, por sus actos o por su talante, y habrá de esforzarse para estar a la altura del respeto que merece el puesto.
Cuando a los cargos se antepone el posesivo «mi», los ciudadanos se rebajan, pierden dignidad. «Nos, que valemos tanto como vos, y todos juntos más que vos…», era el comienzo de la fórmula del juramento que los reyes de Aragón prestaban ante los procuradores. No se es «mi alcalde» con el sentido feudal con que antes se era «mi señor». No tiene bastante con ser el alcalde de la hermosa y legendaria ciudad de Cádiz, y quiere serlo también de toda la guía de teléfonos. Ser alcalde no es un triunfo, es un oficio. Los triunfos se exhiben y los oficios se ejercen, con buena voluntad y sin pretensiones.
Lo que ha hecho el alcalde de Cádiz es exhibirse, una vocación de vanidoso. El soberbio no se exhibe, se distancia. Nietzsche, tan lejos de Kichi.