Rafael Ruiz - Crónicas de Pegoland

El último caballero de Cruz Conde

En la muerte de un señor con sombrero que escribía poemas en servilletas

Ya no van quedando tantas tabernas donde te dejan la caña apuntada cuando se acaba el capital, que es la muestra de confianza superlativa. Por los barrios de Córdoba, quizá. En el centro, quiá. Por eso encontrar el establecimiento que es la prolongación de la casa propia es un lujo. Como hallar un lugar en el mundo , el sitio donde se va de manera automática a reír las penas y llorar las alegrías. Las tabernas, por ende, o son como las familias -diversas, transversales como se dice ahora- o no son. Entre las mejores de este agujero negro que es la ciudad fundacional, está La Platería , que atienden dos amigos -Carlos y Sabrina, monta tanto- en la calle Cruz Conde . Ese desierto del Gobi donde vamos quedando los mohicanos, los irreductibles, los que no queremos la urbanización con piscina.

La Platería es un lugar pequeñísimo porque la ciudad de Córdoba nos brinda su hospitalidad. Que estamos casi siempre en la calle, vaya, aprovechando la amabilidad de la ausencia de vecinos. Y tiene la virtud de albergar bajo su techo y sus estrellas a personas de toda suerte, edad y condición. Desde lo más tirado de la profesión de escribir, que aparece con frecuencia por allí, al último caballero de la calle Cruz Conde, don Rufino Segura , abogado que fue del ilustre Colegio de Córdoba , quien, como Elvis, ha dejado el edificio. El último hombre con sombrero que nos quedaba en esta ciudad perra ha pasado a mejor vida a octogenaria edad . Esa que le permitía acabar casi todas las conversaciones alejando la mano de la cara hacia el infinito o más allá. En plan, «lo que yo no habré visto en esta vida, chaval».

Dicen sus alumnos que Rufino, cuando daba clases en la Escuela de Práctica Jurídica , explicaba el Derecho de forma metafórica, con el mar y el cielo y las aves y los aromas. No hubo día que el «gentlemen» no apareciese con su libro electrónico dispuesto a explicar, dentro de las limitaciones de su voz desaparecida, la pasión de la lectura. Rufino fue letrado pero yo lo tuve, simplemente, por hombre de letras . En concreto, por poeta. Un señor que dejaba anotadas las servilletas de papel con aforismos usando una pulcra caligrafía de alumno aplicado. Una letra de otra época.

A Rufino había que tenerle vigilado porque intentaba levantarte la novia por la cara y no era plan de retar a duelo a un hombre con sombrero. A las señoras les hacía llegar sus papelitos con versos cuando estaba de buen humor, que solía ser casi siempre que su espléndida mala salud se lo permitía . Pequeños relatos que todas guardaban en el bolso con la sonrisa de rigor. Llegada su hora, Rufino se despedía con un adiós silencioso de las damas, los señores y los del tercer sexo allí presentes para tomar su camino por la calle Cruz Conde, haciendo un paseíllo imaginario mientras el resto de parroquianos glosábamos sus muchos males y su buena cabeza.

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