Rafael Aguilar - EL NORTE DEL SUR

Dos turistas

Una pareja de franceses en Córdoba: caminan como si nunca más fueran a tener vacaciones en paz

Él parece sacado del molde exacto del refinamiento francés, como si a esa hora entre el desayuno y el mediodía no hubiese en Córdoba nadie que vistiese unas bermudas y un polo arrugado con tanta elegancia y que deambulase por los alrededores de la parroquia de San Pedro con ese porte: se pasea por el empedrado que va a dar a la plaza del Vizconde de Miranda como si anduviese por una pasarela y los vecinos de esa cierta Córdoba profunda fueran pararazzis a la espera de cazar una fotografía para la portada de una revista de moda. Cámara de fotos en una mano y un mapa y una botella de agua en la otra, lleva gafas de sol de montura oscura y de cristales de espejo y un sombrero panamá con una pluma pequeña sujeta a una cinta parda. Se sienta en un velador junto a la fuente y se descubre: melena cana bien peinada de un hombre coqueto a sus en torno a cuarenta años, unas patillas recortadas hasta el extremo inferior de sus orejas que se distingue, pero poco, en la ya barba poblada de al menos una semana. Está de vacaciones, se le ve a primera vista. Llega acompañado: una mujer alta y delgada, de pelo moreno y rasgos asiáticos que porta una mochila. Ella se acerca al caño de agua y llena la botella. No hace más que sentarse y el camarero -pantalones vaqueros por encima del tobillo, camiseta de tirantes- se les acerca. Les pregunta que qué desean como si los clientes fueran vecinos de una de las calles que van a dar a Puerta Nueva o de las Siete Revueltas. Los dos visitantes le muestran educadamente su contrariedad con un ademán y se hacen entender. Que son extranjeros, que no saben español, que quieren un café americano él y un té frío ella.

Sí. Hablan en francés, primero muy despacio para darle las gracias al empleado del bar del ensanche de la calle Alfonso XII y, luego, a una fluida media voz entre ellos dos. Él y ella cabizbajos, guarecidos en la sombrilla con el anagrama de una marca de cervezas, ambos consultando sus móviles, intercambiando miradas graves, gestos que no son los cómplices de un hombre y una mujer a varios miles de kilómetros de su casa sino los del pesar por algo malo sobrevenido, por una noticia terrible, otra más, quizás oída en la penumbra de una habitación de hotel a primera hora de la mañana y consumada con toda su crudeza conforme el tiempo ha ido pasando. Sí, hablan de Niza. Del camión. De quien lo conducía. De las familias destrozadas. De los carritos de bebés sin bebés dispersos por la avenida junto al mar en la que -en ella o muy cerca- Arturo Pérez Reverte situó varios pasajes de «El tango de Guardia Vieja». Tres vecinas comen queso fresco con tomate natural y toman cerveza en la mesa contigua a la de la pareja de franceses perdidos en la plaza del Vizconde de Miranda y hablan de lo mismo. Los dos turistas pagan su cuenta. Él se pone el sombrero. Ella se ajusta las sandalias. Se alejan solitarios y desfigurados bajo el sol de julio como si nunca más fueran a tener vacaciones en paz.

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