ASESINATO EN BURKINA FASO

Así trabajaba el misionero de Pozoblanco asesinado: Un ángel en el infierno

ABC reproduce íntegro, por su interés, el reportaje de 2004 en el que César Fernández explicaba sobre el terreno su labor

El salesian0 en una imagen de 2004 en la que presidía una procesión Lomé, la capital de Togo. Pablo M.Díez

Pablo M. Díez

ABC reproduce una crónica del periodista Pablo M. Díez publicó en el periódico en mayo de 2004 sobre su viaje a Togo, motivado por el testimonio de vida que le confesó el salesiano pozoalbense fallecido el pasado viernes en un atentado en Burkina Faso:

«Por mucho que te cuente cómo es África, es muy difícil explicar todas las emociones que uno siente cuando se encuentra en medio de aquel caos en el que puedes notar la vida en plena efervescencia» . Cuando el misionero cordobés César Fernández respondió así en una entrevista publicada en ABC en febrero de 2004, no podía imaginarme que, poco después, yo mismo me iba a encontrar con ese problema para relatar mi viaje al «continente negro».

Atraído por las extraordinarias aventuras que narraba el sacerdote en sus correos electrónicos, he pasado las dos últimas semanas de mayo en Togo, un pequeño y casi desconocido país de poco más de seis millones de habitantes enclavado en el Golfo de Guinea entre Ghana y Benin, en la costa occidental de África. Allí lleva -en 2004- ya 23 años César Fernández, un religioso perteneciente a la orden salesiana que nació en Pozoblanco en 1946.

Durante todo ese tiempo, la mitad de una vida, España ha dado un salto de gigante y, como recuerda el misionero, «el país pobre y atrasado que dejé allá por 1981 se ha convertido en una nación rica y desarrollada que apenas reconozco cuando regreso cada dos años». Mientras tanto, la olvidada África se ha empobrecido aún más continuando una lenta y silenciosa agonía que ha convertido a este continente en un mundo totalmente distinto en el que las diferencias con Europa son tan abismales como dolorosas.

Por eso, cuesta mucho creer que nos encontremos en el mismo planeta cuando, apenas siete horas después de viajar en un tren de alta velocidad y de pasar por el futurista y mastodóntico aeropuerto Charles de Gaulle de París, el avión aterriza en el bananero aeródromo de Lomé, la capital de Togo.

Nada más descender del aparato a pie de pista (aquí no hay túneles «fingers» ni autobuses conectados con el cochambroso edificio que hace de terminal), te golpea en la cara una bofetada de un aire tan caliente y húmedo que, cuando llegas al control de pasaportes y alzas los brazos para ser registrado, no puedes evitar que dos grandes aros de sudor aparezcan bajo las axilas. La transpiración, y el nerviosismo, aumentan a medida que se retrasan los interminables trámites para obtener el visado y pasar la aduana, que finalmente se resuelven repartiendo un puñado de euros entre unos policías que te desean buena suerte tras una sincera sonrisa de oreja a oreja.

Y no es un consejo gratuito porque, justo al atravesar la barrera de la frontera, una multitud que ruge enfervorecida se abalanza sobre los pasajeros para transportar las maletas a cambio de unas monedas. Bombardeo de emociones . Aquí comienza el primer bombardeo de emociones que reciben todos los sentidos. Si es de día, una claridad abrasadora te deslumbra y, si es de noche, tus ojos se quedan igual de ciegos al sumergirse en unas oscuras y sombrías tinieblas donde las farolas sólo brillan por su ausencia.

Un murmullo incesante e incomprensible se cuela por los oídos como si fuera una exótica letanía, al tiempo que sientes el tacto de decenas de manos ásperas que palpan tu cuerpo y tu equipaje para demandar tu atención. Y por la nariz penetra el olor característico del Tercer Mundo : un espeso y narcótico aroma a gasóleo sin refinar quemado por los millones de desvencijados vehículos de segunda mano que pueblan las tortuosas carreteras tanto de África como de Asia y América Latina.

El hedor es tan pesado que te deja sin respiración y te seca la garganta , por lo que la boca se vuelve una caverna pastosa donde los intentos inútiles por segregar saliva sólo logran que la lengua acabe convirtiéndose en un estropajo aún más irritado.

A toda prisa, y casi sin darme cuenta, el padre César Fernández, que me estaba esperando agazapado entre la muchedumbre que se agolpa a la puerta del aeropuerto, coge dos de mis pesadas mochilas y sale disparado hacia una oscura avenida por donde pululan sin cesar coches y motos que delatan su condición de taxis al hacer sonar constantemente sus bocinas para llamar la atención de los peatones.

Tras discutir en ewé, el idioma local, el precio con el conductor, nos montamos en una tartana que apenas puede circular, un Citroën Tiburón de los que había en Europa a mediados de los 70, y en la que ya viajan otras cinco personas. Apretujados unos contra otros, avanzamos lentamente a través de un ruidoso, anárquico y pestilente atasco. Botando literalmente sobre una carretera de tierra minada de baches , los coches intentan evitar tanto los socavones como las riadas de motos y vendedores ambulantes que se cruzan en su camino.

Kilómetros y kilómetros de chabolas después, se erige nuestro destino: la enorme iglesia de María Auxiliadora en el barrio de Gbényédzi , una misión fundada hace ya dos décadas por los salesianos españoles. Desde aquí, el misionero César Fernández y sus compañeros, el vasco Juan Carlos Ingunza y el leonés Roberto Martínez, dirigen una labor de evangelización y asistencia que se extiende a las más de 40.000 personas que viven en los míseros distritos que abarca la parroquia.

Imagen del barrio de Lomé (Togo), primer destino de misión del salesiano PabloM.Díez

Además de prestar su ayuda a los vecinos del barrio, los religiosos españoles imparten clases en los colegios de la zona y han puesto en marcha una escuela femenina y un centro de formación profesional. Pero, por encima de todas estas iniciativas y proyectos concretos, la misión se alza como el auténtico pulmón social del distrito , en el que la mayoría de los vecinos se reúnen para exponer sus problemas y al que acuden los más jóvenes para estudiar en las clases dispuestas en torno al patio principal.

De no ser por estas rudimentarias aulas, en las que sólo hay unos pupitres oxidados y una vieja pizarra, las legiones de niños que desbordan las calles de Lomé no podrían estudiar, ya que en sus casas es prácticamente imposible.

Un pequeño paseo por el barrio, acompañando al padre César en su recorrido para comprobar las necesidades del vecindario, basta para darse cuenta. « Las familias, casi todas numerosas, viven hacinadas en unos diminutos cuartuchos que, levantados a base de bloques de hormigón o de chapa, se distribuyen alrededor de un estrecho patio en el que los vecinos, con sus perros, gallinas y cabras, se lavan, cocinan y comen», describe el paisaje el religioso cordobés.

Ante tales perspectivas, no resulta extraño que los niños se refugien en la misión, o en los parques públicos y playas, para poder hacer sus tareas y memorizar sus lecciones. Por este motivo, al padre Roberto Martínez se le ilumina el rostro al hablar del centro de jóvenes que los salesianos han proyectado construir en el barrio.

Este edificio ubicado junto a la Casa Don Bosco, en la que se forman unos 80 futuros curas procedentes de 17 países africanos, albergaría una biblioteca, una sala de conferencias, 15 aulas de estudio y una sala polideportiva. «Si mil personas aportaran sólo 100 euros, podríamos concluir la primera fase de las obras» , explica junto al solar Roberto Martínez, quien asegura disponer ya de unos 20.000 euros aportados, en gran medida, por la ONG Jóvenes del Tercer Mundo, con sede en Córdoba.

Sin embargo, el presupuesto total del proyecto supera los 707.000 euros y a los misioneros salesianos no les queda más remedio que apelar a la colaboración ciudadana para continuar sufragando esta labor educativa. «La mitad de la población son niños y jóvenes, por lo que la única posibilidad que tiene África radica en la educación de las nuevas generaciones» , sentencia el padre César Fernández, un ángel en el infierno del Tercer Mundo.

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