Rafael Aguilar - El norte del sur

Sonrisas y lágrimas

Menacho, tan débil ante el juez y tan fuerte para aprovecharse de los parados

AHÍ estaba el muchacho, llorando como una débil criatura a la que llevan del cuello al banquillo y que no ha tenido la entereza de cruzar la puerta porque se lo ha impedido un súbito ataque de ansiedad, de esos que sobrevienen no en el momento de meter la mano en la caja sino en el de presentar las debidas disculpas o en el de plantearse poner el cargo a disposición del partido. Muy entero este sujeto para buscarle las vueltas al procedimiento administrativo y aprovecharse de unos cuantos parados desvalidos pero tan poca cosa cuando llega la hora de explicarle a su señoría lo que con tanto desahogo les exponía a las víctimas de su fechoría. «Yo soy una persona. Humana. Quiero que me entendáis. No estoy aquí para liaros», les decía desenfadado el tal Menacho a los desempleados cuando les ponía por delante la hojita con la que debían cumplimentar el trámite del donativo. O de la mordida. Eso de que es humano lo hemos visto estos días. Hasta los más canallas tienen una madre que les presta el hombro en los momentos difíciles. No consta, sin embargo, que compareciera por la sede judicial nadie del partido que si no amparó al menos sí que hizo la vista gorda en las prácticas por las que ahora pide cuentas un juez. Esa soledad tiene que ser muy mala, muy dañina y muy honda, de la que corroe el alma, de la que no se cura y de la que le hace sentir a uno que no hay peor enemigo que un amigo olvidadizo.

Compañeros, por qué me habéis abandonado . El vacío frío e inhóspito de los pasillos del juzgado es la misma puerta del infierno: ese chaval en mangas de camisa y con bufanda a juego con la cazadora de plumas mirando el reloj con la esperanza de que algún gerifalte de la organización tenga a bien presentarse para darle un abrazo y susurrarle que estamos contigo, que esto es una encerrona a las que tenemos que acostumbrarnos los servidores del pueblo y todo eso. Pero nada, que en el corredor sólo hubo sitio este martes, el día del supuesto ataque de nervios, para el consuelo del regazo materno. Una tierna imagen la de ese chico con gesto destrozado en el paso de peatones a mitad de una mañana de pocos grados en los termómetros: a un lado la letrada que a ver cómo se las avía para excusarlo y a otro la progenitora que recurrió a un clásico en este tipo de situaciones, que fue endiñarle la culpa a la prensa, a resumirlo todo en un ajuste de cuentas personales, que mi niño es muy bueno y lo digo yo que lo conozco mejor que nadie en el mundo. Otro clásico es citar a la parroquia para que le lleve a uno en volandas a la declaración ante su señoría, entrar en el Juzgado ya no llorando sino sonriendo como si en vez de llegar con el tiempo justo para darle cuentas al togado fuera uno a un martirio aceptado como un servicio más a la causa filantrópica por la que se ha desvivido en los últimos meses. Hasta el llanto del martes era más creíble.

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