Pasar el rato

Sobre el insulto

La política española, tan poco imaginativa, tan vulgar, se siente intelectualmente cómoda en las cloacas

El vicepresidente Pablo Iglesias Guillermo Navarro
José Javier Amorós

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Por respeto a la condición humana , conviene que los hombres que ejercen poder sobre otros hombres aprendan a insultar con elegancia. Para insultar, como para gobernar, no sirve cualquiera. Y el armonioso desarrollo de los pueblos hace deseable que vayan unidas ambas cualidades. El hombre ha nacido para la libertad, no para que le hagan la puñeta con desafortunados decretos leyes . Ya es bastante que la vida del hombre sea decidida, hasta en sus aspectos más nimios, por individuos de muy discutible categoría intelectual y moral, para tener que soportar, además, que lo hagan sin grandeza. La sátira, la burla, el desdén son artes mayores de la literatura y la oratoria. O el insulto es una obra de arte, producto de una inteligencia y una cultura refinadas, o se convierte en una zafiedad de matón sin escolarizar. Proponer, como está haciendo estos días un patán, que el insulto se vulgarice y circule con soltura por los albañales de la mala educación, es una confesión personal de impotencia. Si yo no doy para más, que nadie dé para más.

La política española , tan poco imaginativa, tan vulgar, se siente intelectualmente cómoda en las cloacas. Que apeste el cerebro carece de importancia en la acción de gobierno. Lo que importa es el conocimiento experimental de que «el dinero no huele», como le dijo el emperador Vespasiano a su hijo Tito, cuando éste le reprochó gravar con un impuesto la orina de las letrinas. El insulto intestinal, el más espontáneo de todos, no es ajeno a las exigencias de calidad del arte de injuriar. Quevedo, en unas décimas a Góngora , lo satiriza así: «Cólica dicen tenéis, / pues por la boca purgáis; / satírico diz que estáis; / a todos nos dais matraca: / descubierto habéis la caca / con las cacas que cantáis». Y sigue en la misma sátira: «Tenéis un ingenio bravo, / hacéis cosas peregrinas, / vuestras coplas son divinas; / sino que dice un dotor / que vuestras letras, señor, / se han convertido en letrinas».

En este clima de desenvoltura cultural, nada impide suponer que la moderna obsesión por las cloacas del Estado podría deberse a que el propenso sea una rata o un sólido residuo circulante. Ascendiendo de nivel en la escala artística, una de las más brillantes injurias que conozco -la que dirigió el corrosivo escritor francés de la segunda mitad del siglo XVIII, Antonio Rivarol, al conde de Mirabeau - no podría aplicarse hoy al vicepresidente segundo del Gobierno de España. Porque el señor Iglesias no es capaz de una buena acción, ni siquiera por dinero. Lo que sigue es mi opinión epigramática sobre el apóstol de los pobres y analfabetizador de las clases medias españolas. Entrecomillo mis palabras, porque también yo tengo derecho a una fugaz inmortalidad: «De Pablo Iglesias Turrión , / profesor no numerario, / ni aprendo vocabulario / ni maneras de expresión. / Confieso sin disimulo, / dispuesto a pagar su precio, / que a mí me parece un necio. / Tiene la gracia en el culo». Lo apropiado sería que a este sarcasmillo de clase media de la cabeza respondiera el gran maestro con otro de superior nivel. Eso o azotarme hasta la sangre en una de las celdas que van a dejar libres los asesinos de la ETA o los virtuosos golpistas catalanes. No sería elegante acabar el artículo con la anterior cita entrecomillada de su autor. Que lo termine Séneca , con unas palabras tomadas de su despiadada sátira contra el difunto emperador Claudio: «El gallo tiene mucho poder en su estercolero».

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