PASAR EL RATO
Seres de publicidad
La publicidad aumenta nuestras necesidades, y con ellas, nuestras deudas
El ser del hombre moderno está edificado sobre la publicidad. Nadie es más que nadie si no se anuncia más que nadie. Nos envían el mensaje adecuado y compramos una chaqueta innecesaria, leemos a un novelista superfluo y le dedicamos espacio en los medios de comunicación a un infradotado cultural y moral, como el diputado Rufián , o a un tonto en cuatro idiomas, como Puigdemont . El viernes negro une a pueblos distintos como una declaración universal de ansiedad. El pasado viernes de compras compulsivas , nuestra Córdoba, más atrasada en economía y empleo, se comportó como Nueva York, París o Madrid. Vistos desde el ojo cínico del Gran Hermano de las rebajas , podría decirse de nosotros que también somos una sociedad acomodada y amontonada. El pueblo cordobés constituido en pueblo que compra, no se diferencia en nada del pueblo neoyorkino constituido en pueblo que compra. Son dos comunidades ordenadas por la llamada de la publicidad , que es el cornetín de órdenes de la convivencia. Es tan barato, es tan atractivo, es tan repetido que merece la pena que lo tenga usted en su casa, aunque no lo necesite ni piense utilizarlo nunca. Téngalo con usted, sólo eso. Como un trofeo inútil. La publicidad aumenta nuestras necesidades, y con ellas, nuestras deudas; pero han bajado los ingresos. La publicidad nos engaña porque nos iguala. Cuando despertamos, el dinosaurio de lo que nos queda por pagar todavía está allí. La Codorniz , de la que uno fue temprano lector, inventó hace tantos años una sección titulada: «Donde no hay publicidad resplandece la verdad». No parece que las cosas hayan cambiado mucho.
Lea usted a Smith , es muy famoso, vende mucho, tiene muy buenas críticas. Y uno, con el cerebro siempre de rebajas, lee a Smith. Para no leer a Smith, antes hay que haber leído a muchos otros. Es más cómodo dejarse llevar por los agentes de publicidad de Smith, que tienen inspiración. Pío Baroja , que no era Smith, vendía en vida mil ejemplares de sus obras. Una buena labor de publicidad, machacona, insistente, reiterando frases, ideas vulgares, no mejores que las de otros novelistas, y ya tenemos al más grande, a disposición de un público que consume preferentemente mensajes pequeños . La fama, «esa vieja prostituta desdentada con la que tantos hombres aspiran a amancebarse en las páginas de los periódicos y en los canales de televisión», según tiene uno escrito, depende menos de la calidad que de la publicidad, de las buenas o de las muchas relaciones. La inmortalidad en el arte es un prejuicio romántico. Lo importante es ser conocido, lo de menos es por qué. «Soy un artista comercial», decía Warhol . A eso ha quedado reducido el arte moderno, a una marca.
El verdadero sabio, el artista genuino no tiene interés en deslumbrar a los consumidores de hamburguesas publicitarias, en llamar la atención de la crítica sobrevalorada. Ni se lo plantea siquiera, ocupado como está en aprender los saberes , en descubrir, en crear. Todo eso no le deja tiempo para nada más. La gloria la encuentra en su trabajo diario. No busca lo sabido, sino el saber. Ahí está todo su mundo, todo el mundo. De manera, hermanos de los viernes negros, que hay que leer cuando uno quiere y a los que uno quiere . O no leer, si uno no quiere. Y hay que escribir como uno sabe y como uno quiere, y de lo que uno sabe y de lo que uno quiere. Respetando la ortografía y cuidando la sintaxis. Y si sale algo que merezca la pena, irse al cine para celebrarlo, «como si nada hubiera de quedar de cuanto escribo».