Rafael A. Aguilar - El Norte del Sur
Sandokant
El paseíllo de los Gómez es el retrato de una época
AQUÍ la compañera Irene Contreras, que sí se entera, bautizó el otro día a Rafael Gómez como Sandokant , que viene a ser la variante ilustrada del Sandocaña que causó furor en las redes sociales en las postrimerías del «rosismo», cuando esa cierta Córdoba en la que el empresario asentó su capacidad de influencia y de hacer dinero empezaba a dejar de existir. La duda sobre que el exmagnate que alguna vez fue de Cañero conozca quién es el autor de «La crítica de la razón pura» es más que metódica: a quien confiesa delante de su señoría, como él ha hecho esta semana, que no sabe qué es el IRPF manejando como manejaba millones de euros y además se queda tan ancho no puede reprochársele ni de lejos su desinterés por la historia de la Filosofía. Lo que nadie discute a estas alturas de la película, que por cierto está acabando, es que la manera de conducirse por la vida del fundador de Unión Cordobesa haya terminado por cristalizar en un imperativo categórico, ya se sabe: la pretensión de que los actos propios puedan convertirse en una ley universal.
Durante un tiempo, y que no duró poco, esa ley campó a sus anchas en la ciudad. Era, simplemente, la ley de Córdoba. Las fotografías del clan Gómez sentado en el banquillo —el patriarca y su esposa, sus cuatro hijos acompañados por nueras y yerno— son el reverso de los días de pasta, poder y favores que parecía que nunca iban a encontrar su fin. Lo que son las cosas: Miguel Castillejo se murió en la soledad de una sociedad amnésica en la que de un día para otro, o casi, desaparecieron los beneficiarios de las prebendas. De repente, nadie conocía a nadie. Para entonces hacía ya tiempo que Rosa Aguilar se había levantado un día socialista después de acostarse comunista y que había dicho adiós muy buenas para dejarle el marrón de la demolición controlada del chiringuito a Andrés Ocaña. Sí, el de Sandocaña . Y ahora es el tercer pilar sobre el que se sustentaron esos años de espejismo provinciano el que se las ve con su infierno particular.
El paseíllo judicial de los Gómez es el retrato del ocaso de una época de la que él fue protagonista y, en alguna medida, también víctima. Alguna vez supo o al menos le advirtieron que estaba poniendo un pie —o los dos— más allá de los límites de la norma pero él cerró los ojos porque se lo permitieron y porque se creyó de verdad que siempre iba a haber alguien a su lado para sacarle las castañas del fuego o para darle una palmada en la espalda. Condenado por cohecho activo en la Malaya y autor del quizás mayor despropósito urbanístico reciente en Córdoba, su entramado de empresas se vino abajo como un castillo de naipes cuya ruina él intentó compensar no con la fuerza de dinero —que ya no le sobraba— sino con la del poder: su venganza de la política por la que se sintió abandonado fue crear un partido que aún sobrevive y que llegó a ser la segunda fuerza en el Pleno con veinticinco mil votos. Ahora todo se ha esfumado, hasta la marabunta: Gómez comprueba atónito en la entrada a la sala de vistas que solo le esperan los medios de comunicación para hacer la crónica del último juguete roto de las décadas de abundancia ficticia.