PRETÉRITO IMPERFECTO
Los Reyes no son los padres
Romper de cuajo la Navidad es cortar los eslabones que nos unen de generación a generación
Desconocemos el día exacto en que decidimos empezar a destruir la Navidad. Como si los antihéroes de Charles Dickens se hubieran rebelado en pleno cuento frente a la bondad que los seducía. Sin quererlo saber, es una manera de destruirnos a nosotros mismos. Al niño que llevamos dentro y que aprendió a serlo en gran medida por esos días en los que cobraba sentido soñar. Todo era distinto.
En el fondo, la Navidad sólo se puede transmitir de niño a niño, aunque sus edades y sus roles difieran en la escena real. Nuestra empatía con la vida está muchas veces sujeta al tiempo que dejamos que ese infante nos siga habitando. Cuando le cerramos la puerta con llave, arranca el final.
Y aún resulta más peligroso cuando nuestra pretensión erosiva se proyecta a los pequeños seres que nos rodean. Romper de cuajo la Navidad es cortar los eslabones que nos engarzan de generación en generación. Lo escuchado, lo sentido, lo vivido, lo anhelado, lo contado... En definitiva, lo que somos: seres de costumbres, tradiciones, cultura. Como decía César González-Ruano, «morir es perder la costumbre de vivir».
Pero la tradición nos estorba hoy más que nunca. Sobre todo, si ésta contiene rasgos judeocristianos, sello bíblico. Iglesia Católica o hasta algún tipo de liturgia pagana. Acudimos prestos y disciplinados a cualquier celebración importada. Vindicamos el exotismo religioso. Admiramos Halloween, lo calcamos con esmero, disfrazamos a nuestros hijos por el qué dirán, pero denostamos la Navidad, escondemos los Belenes y plegamos las alas a sus angelitos. La escondemos, la fingimos, la usamos a nuestro antojo. Disfrutamos de sus bienes gananciales y su calendario en rojo. La omitimos con descaro en una simple felicitación institucional que la evoque. ¿Cómo puede toda una alcaldesa de una ciudad como Córdoba , desde su puño y letra oficial, felicitar estos días a sus vecinos, en su mayoría católicos —y hasta los no católicos que así lo hacen— con una soflama insípida que solapa un simple «Feliz Navidad»...? ¿Acaso somos tontos...?
Esta secuencia con ribetes paroxistas que hemos vivido con la Cabalgata de Reyes Magos y el adelanto de los cortejos por la lluvia nos es más que otro síntoma de esta huida. La prueba manifiesta de que somos incapaces de enfrentarnos a la frustración, a la educación del «no» frente a la abundancia tramposa de la sobreprotección. ¡Cómo vamos a dejar a los niños sin Cabalgata por la lluvia! ¡Hagámosla en el Mayo festivo, aprovechando la Batalla de las Flores, y de faralaes..!
Si hay en el relato bíblico un pasaje lleno de fantasía absoluta ése es el camino de los Magos de Oriente. De unos astrónomos, de unos sabios, de unos filósofos, según se ha interpretado por los estudiosos en la historia, que en el fondo nos están iniciando en el camino hacia una verdad que cualquiera de nosotros intentará el resto de su vida encontrar. Un viaje, una estrella, unos presentes...
Una historia simbólica que es subvertida y encauzada ahora hacia este presentismo absurdo, efímero, sin fondo, por unos políticos temerosos de perder su poltrona por cuatro caramelos y por unos cooperadores necesarios llamados padres, dispuestos a confesar a poco que se nos apriete con el cuestionario psicológico que los «Reyes son Amazon», con tal de que las criaturas no se enfaden y dispongan al instante de un regalo en sus manos transportado por un dron hasta la puerta de casa tras encargarlo en la aplicación móvil de turno y antes de que nos acaben dando la noche.
Los Reyes no son los padres, por mucho que algunos se empeñen en demostrar lo contrario.