PERDONEN LAS MOLESTIAS

El reto de Beatriz

La flamante vicepresidenta del Consejo Estatal del Pueblo Gitano es cordobesa y afronta el titánico desafío de fulminar el estigma

Beatriz Carrillo, con la bandera gitana JUAN FLORES
Aristóteles Moreno

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EN 1721, Felipe V promovió la creación de la Junta de Gitanos . Ya el nombre nos deja la garganta seca. El monarca estaba decidido a resolver de una vez por todas el secular «problema» de la minoría étnica. Y en esta ocasión no se andaría con paños calientes. Todas las medidas adoptadas hasta entonces se habían rebelado ineficientes para liquidar sus costumbres y someterlos a los mandamientos de la Santa Madre Iglesia . Dos años después, el presidente del Consejo de Castilla , máximo órgano del gobierno, escribió lo siguiente: «Dios nos ha concedido a los españoles, disimular o sufrir que entre sus fieles y católicos vasallos se mantengan los que llaman gitanos, gente que vive del robo, sacrilegio y otros castigos…».

La suerte estaba echada. Se barajó enviarlos como mano de obra forzada a las minas de América. Pero se optó finalmente por la vía más drástica. El exterminio biológico y la expulsión de España. La noche del 30 de julio de 1749, el rey Fernando VI ordenó la detención y confinamiento de todos los gitanos del país. Se les sacó de sus casas y se les agrupó por géneros a la espera de instrucciones gubernamentales. Así lo documenta el historiador Manuel Martínez en un dosier publicado este mismo año en la revista Andalucía en la Historia.

Andalucía albergaba entonces a más de la mitad de los 9.000 gitanos censados en el siglo XVIII. Los hombres fueron recluidos en La Carraca de Cádiz. Las mujeres, en la Alcazaba de Málaga. Todos sus bienes fueron confiscados para sufragar los gastos de la operación. La crónica relata el desgarro atroz de las familias al ser fragmentadas y separadas como si fueran ganado. La roqueña respuesta de los represaliados obligó a la autoridad competente a corregir su plan inicial. Quienes acreditasen una forma de vida cristiana y rehusaran desafiar las buenas costumbres quedarían libres.

La nueva norma se aplicó con absoluta arbitrariedad. De tal forma que casi la mitad siguieron confinados por el imperdonable delito de ser gitanos y no formar parte de la cultura dominante. De todas las calamidades del planeta, la peor es la condena del diferente. Más de 4.000 gitanos, la mayor parte andaluces, permanecieron cautivos durante años, sometidos al oprobio del hambre, los trabajos forzados y la muerte.

Beatriz Carrillo de los Reyes se acercó a las páginas de Contramiradas el pasado domingo. Es mujer, gitana, antropóloga y la flamante vicepresidenta del Consejo Estatal del Pueblo Gitano. Sobre sus espaldas recae la titánica tarea de combatir el estigma que persigue a su comunidad desde que en 1499 los Reyes Católicos firmaran la primera pragmática que inició un ciclo infame de persecución y desprecio.

«El peor de los prejuicios es que nos consideren enemigos de nuestro propio país», reflexionó con un hilo de tristeza al otro lado del teléfono. Han pasado cinco centurias desde aquel fatídico año de 1499 y el pueblo gitano ha atravesado un implacable desierto en los márgenes. Siempre en los márgenes. Soporta las peores cifras de escolarización, de sanidad, de empleo, de vivienda y de exclusión social. Y representa, sin lugar a dudas, la mayor quiebra en materia de derechos humanos de un país plenamente democrático como el nuestro. «Lógicamente, algo está cambiando», declaró. Hace 30 años hubiera sido impensable concebir una mujer gitana universitaria. O un gitano empresario con trabajadores a su cargo. Hoy las líneas empiezan a converger lentamente. Pero aún queda un abismo. Mientras tanto, Beatriz Carrillo dedica su energía a explicar lo evidente: que los suyos son seres humanos de carne y hueso como el resto de los mortales.

El reto de Beatriz

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