TESTIMONIOS DE RELIGIOSAS
«Mis recuerdos son sombras de felicidad»
Las clarisas capuchinas fabrican hostias para toda la Diócesis; las Jerónimas viven en el convento más antiguo de Córdoba
«MIS recuerdos son sombras. Pero son sombras de felicidad, de momentos que siempre me gusta que vengan conmigo». Sor Dolores León tiene 77 años, es natural de Monturque y lleva desde 1957 viviendo entre los muros del convento de San Rafael, en Alfonso XIII. «No cambio mi vida por nada», confiesa mientras se desplaza a su paso por los corredores del monasterio, donde viven en la actualidad diecisiete monjas de clausura, cinco españolas y el resto mexicanas.
Son las diez de la mañana y ellas llevan ya casi cuatro horas despiertas. Todo empieza a las seis y media. Es entonces cuando se desperezan las celdas de esta comunidad que lleva instalada en el convento desde 1655. Y apenas hay tregua hasta que llega la noche: las monjas celebran a las siete el ofrecimiento del día al Señor y a continuación viene el laudes y una hora de oración; a las nueve desayunan y arrancan los oficios, que se centran fundamentalmente en la elaboración de hostias para surtir a las iglesias de gran parte de la Diócesis y a Ceuta y San Fernando, entre otras localidades.
Las clarisas de San Rafael hacen al día más de 20.000 formas para toda la Diócesis
En esta tarea se afana María Narcisa, una hermana de veinticuatro años y de origen mexicano que además de la más joven del grupo de clarisas es la última que ha pasado la prueba perpetua después de varios años de postulante, novicia y juniora. «Mire. Éste es mi anillo», comenta mientras exhibe una sonrisa generosa y trabaja con en el obrador. «Cada día hacemos más de veinte mil formas. Empleo en ello unas seis o siete horas cada jornada», añade.
Esta actividad es una de las principales fuentes de ingresos de las religiosas de San Rafael, puesto que ya no cosen para la calle como sí lo han hecho durante décadas. «El resto de los gastos los afrontamos gracias a las pensiones que cobran seis compañeras», precisa sor Gema, la abadesa, de 51 años y mexicana como María Narcisa. Esta última siente que «el Señor me cogió la palabra en cuanto conocí a una hermana que vino a mi ciudad, en Jalisco, y empezaron a platicar sobre la vida de clausura. Fue un regalo de Dios que tuve que esperar para recogerlo porque cuando me decidí era todavía menor de edad», sonríe de nuevo la clarisa de menos edad.
«Decidí ser monja cuando era menor: tuve que esperar a recoger el regalo de Dios»
Tras el trasiego de la mañana —que incluye la custodia perpetua del Santísimo en turnos de media hora— llega el rezo de la horas menores, la comida (que ellas mismas se cocinan), la lectura posterior de textos sagrados y, ya a las seis y media, la celebración de las vísperas y el rosario. La cena está programada a las ocho y media y a las nueve y media se cierran las puertas de las celdas hasta la mañana siguiente.
Pero si el tiempo se ha detenido en algún sitio es en el monasterio de las Jerónimas, en Santa Marta. «Éste es el convento más antiguo de la Diócesis de Córdoba y el segundo más antigua de esta orden», informa sor Fátima, la priora. De una humildad que tiene mucho de miseria bien llevada, el convento ha estado muy cerca de una situación línmite porque sólo quedaban tres monjas en él. «Menos mal que se han incorporado recientemente cinco hermandas procedentes de Cáceres; dos de ellas, que son postulantes, son indias», recalca la abadesa, que llegó a Córdoba en la década de los cincuenta del siglo pasado tras pasar una etapa con la orden en Toledo.
Teresita y Elena son dos postulantes indias que salvan Santa Marta
Este martes pasado las ocho religiosas celebraban una jornada de retiro espiritual, que consiste en el rezo en silencio durante todo el día y en el estudio de las Sagradas Escrituras. En realidad, esta última ocupación forma parte del carisma de la orden, ya que fue su fundador, San Jerónimo, quien tradujo la Biblia al latín y alumbró la Vulgata. La mañana se consume y se acerca la hora del almuerzo: Teresita y Elena, las dos postulantes recién llegadas, van tras sor Fátima y su bastón en dirección a la iglesia de Santa Marta. Suena el órgano y todas cantan para espantar la pobreza.