Crónicas de Pegoland

La fila de la hermandad

El rostro cubierto, la vista al frente, el caminar solemne de recorrido interior

Una joven con mascarilla espera a la apertura de un supermercado de la capital ÁLVARO CARMONA
Rafael Ruiz

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La fila serpentea por las calles viejas mil veces pisadas . Todas las figuras serias, silenciosas , asumen esa cierta disciplima penitente . Apenas unos ojos que se dejan entrever sobre el cubrerrostro. Metro y medio de distancia exacta, pasos que se inician como una cadena. Cuando se recibe la orden, en voz queda, se camina con porte solemne , con una cadencia aprendida por el peso de la costumbre, lo que nadie ha tenido que enseñar porque en la vida, como en la literatura, lo que no es tradición es plagio. El siguiente y después el que le sigue arrancan su caminar mecánico hasta ese punto no definido en el espacio. Tejidos de todos los colores tristes -esos azules, esos blancos- tapan los rasgos faciales de la fila. Por Federico pintan de blanco los hospitales, que escribió el poeta. Los ojos al frente, el andar cansado después de tantas veces que se ha hecho lo mismo. La dignidad que imponen estos días de ese cierto retiro . De camino interior tan circunspecto.

Se nota bajo la tela el agradable calorcillo de la primavera , el desconfinamiento de todos los años cuando lo que pide el cuerpo es vivir caminando, quedarse con la ciudad toda . Bebérsela de un trago hasta que cae la noche y aún más allá. Respirala a bronquio lleno. La regla, sin embargo, asume la obediencia , el protocolo litúrgico no escrito. No es precisa la papeleta de sitio de lo que se ha asumido como costumbre: llegar, colocarse en el tramo correcto, aguardar el momento. Mirar al horizonte de la siguiente esquina, caminar, detenerse. Acaso una vista al cielo azul, a los tejados, a las azoteas. A la gente que mira por los balcones, tras los visillos de las ventanas. El tiempo exacto entre la salida y la llegada. Los minutos, la horas, donde no se pronuncian palabras porque solo lo se que habla existe. Al principio, fue el verbo. Antes de eso, señalar con el dedo.

Todo camino tiene un fin , una finalidad. Y si se hace acompañado , reduce el sentimiento de orfandad . Acaso sea una nueva forma de hermandad, de cofradía, estar en una fila de rostros tapados. Los que caminan desdibujando sus facciones tras un trozo de tela , los que esperan. Los que se dan la vez son, en estos días, las partes de un todo. Un tiempo para pensar en los que mueren solos y de los que vienen al mundo en desiertos paritorios acompañados por la madre superlativa, el único abrazo posible. De los enfermos, de sus familias angustiadas. De los ancianos que son las víctimas débiles , casi inevitables. La lección amarga de lo vulnerables que somos esos mamíferos que llamamos seres humanos.

Levantarse el cubrerrostro y respirar se convierte en un gesto revolucionario , el último gesto de confianza posible cuando la amenaza se encuentra en la confidencia del ser querido, en un simple beso de buenos días. En la estación de penitencia de la cola del supermercado . La unica posible.

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