EL NORTE DEL SUR

Transmisión comunitaria

Lo que se impone con la fuerza del virus más peligroso nunca conocido es la irresponsabilidad ciudadana

La Policía Local de Córdoba, durante su labores de control del cumplimiento de las medidas contra el Covid M. Á.
Rafael Aguilar

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PERO cómo que no hay transmisión comunitaria . Pues claro que existe , y es grave, severa, irreparable, desazonadora . Ni los epidemiólogos, ni los rastreadores ni las autoridades son capaces de ponerle coto, de meterla en cintura. El mal se expande a sus anchas sin que haya quien lo remedie ni quien le plante cara. No, no hay solución. Todo lo que era sólido -un préstamo literario, sí- se desvanece de nuevo, igual que ocurrió en la crisis financiera de 2008, y todo se vuelve líquido, irreconocible, autodestructivo. La transmisión comunitaria que se impone con la fuerza del virus más peligroso nunca conocido es la de la irresponsabilidad . Si algo ha conseguido el coronavirus es desnudar a los ciudadanos, o a muchos de ellos, dejar a la vista su condición de rebaño ciego que obedece más al instinto primario que a la norma que ha de seguir si quiere seguir sobreviviendo. «Hemos demostrado que la sociedad española es inmadura», se lamentaban hace unos días Ignacio Camacho y Rosa Belmonte en su conversación en Real Círculo de la Amistad de Córdoba a propósito de la crisis sanitaria y política que ha generado el Covid-19 y los actos del veinte aniversario de la edición local de este periódico.

Vamos a salir más fuertes , le escribieron con faltas de ortografía al telepredicador dominical , y él lo dijo en la tele . Varias veces. Y resulta que la realidad es que la segunda ola nos ahoga . A lo mejor es eso lo que quiere el estadista: poner a prueba a la plebe, a ver quién se sobrepone al naufragio. En los quioscos venden una edición ilustrada de «Robinson Crusoe»: esto no puede ser una casualidad.

El otro día, cuando la cosa estaba ya desmadrada en Lucena , un médico de Atención Primaria con plaza allí se quedó callado , con un silencio incómodo , en un par de ocasiones mientras hablábamos por teléfono. Pensé por un momento que se iba a echar a llorar . «Perdona, hombre, es que no me salen la palabras . ¿En qué cojones está pensando la gente? ¿Es que no se da cuenta de que nos estamos jugando la vida mientras ellos hacen fiestecitas y llenan los veladores?», me dijo.

De la tragedia indolora del estado de alarma hemos aprendido muy poco. «Qué vas a hacer, tío listo, ¿denunciarme?» , me soltó, bravo, un chaval el otro viernes en La Asomadilla cuando le recriminé con prudencia, a él y a sus amigos, que no llevasen mascarilla . «Denunciarte, no. Pero llamar a la Policía, sí», le respondí antes de que se esfumara. « Ahora tiene usted que decirme lo que tengo yo que fumar . Déjeme en paz», replicó un hombre antier en una terraz a de San Cayetano cuando le afeé que no tenía por qué tragarme su humo . «Señor, a mí como si se fuma usted la Fábrica de Tabacos entera. Pero hágalo por favor al menos a dos metros de distancia», insistí. «Claro, claro. Lo que usted me mande». Y siguió a lo suyo tan ancho, con el cigarrito , a dos palmos de mi mesa. Me levanté y me fui a mi casa . Con ganas de llorar . Como el médico .

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